Rescatada del fondo del baúl, hace ya tres años:
No te dejes llevar por el título.
No busques mariposas de colores empalagosos.
Busca las que se alojan en tu estómago cuando la persona indicada te acaricia la nuca.
No había sido una niña precoz. Loli, la de la tienda de ultramarinos, con trece años ya había besado con lengua; y Fina, “la rubia”, con doce. Ella, con catorce, seguía sin saber cómo debía poner los dientes en un beso con lengua. Era muy aplicada, atenta: espiaba a las parejas de enamorados del parque que se daban el lote en un banco al atardecer. Lo hacía sin que ellos la vieran; no le hacía falta esmerarse en esconderse mucho, pues los observados estaban muy ocupados en meterse mano. En ocasiones, hubiera querido coger apuntes de cómo se sentaba uno encima del otro o de por dónde se perdían las manos entre las ropas, pero tampoco estaba muy segura de que sus notas fueran correctas. ¿Se puede respirar sin dificultad manteniendo tanto rato las bocas juntas? Y ¿si uno de los dos está constipado? La saliva, ¿se tragaba? ¿Sabía él dónde tocar? O, lo que le daba más miedo, ¿sabría ella tocarle a él?
Sus amigas, a parte de los besos con lengua, poca cosa más habían hecho: dejarse tocar las tetas y el culo. Ellas no tocaban, decían que eso era de putas. Claudia no entendía este punto. Si la cosa iba de proporcionarse placer mutuo, ellas también deberían tocarles a ellos, es más, debería apetecerles.
- Tú eres una salida, Claudia. ¿Cómo les vas a tocar allí? – gritaban la de la tienda y la rubia, poniendo caras de asco.
Poco podía argumentarles pues era la que menos experiencia tenía. Además, estaba convencida de ser la menos guapa de las tres. Loli, morena y delgada, atraía mucho a los chicos. Claudia suponía que su forma de vestir tenía mucho que ver en ello. Sus padres le daban todo lo que quería como hija única, aunque no aprobara ni una. Se compraba la ropa en tiendas caras y vanguardistas como “Graffiti”. Claudia entraba pocas veces en esas boutiques y, cuando lograba que su madre le comprara algo, eran las prendas más baratas y las menos modernas. Fina era la más guapa: rubia de ojos azules, la más bajita, y la más dulce. Encantadora, no le hacían falta adornos. Claudia, llena de complejos adolescentes, se avergonzaba de sus pechos que irrumpían siempre sin permiso, pero sabía que su culo enfundado en unos pantalones pitillo tenía bastante éxito. Menos rubia que Fina, menos alta que Loli, se sentía en medio de dos bellezas, sin grandes posibilidades de destacar. Así que callaba y esperaba que llegara el momento en el que algún chico la encontrara atractiva y quisiera besarla.
II
Como más tarde averiguaría Claudia, todo llega en esta vida. Un aburrido y caluroso domingo de verano, comiendo pipas en la plaza Zaragoza, se les acercó un grupo de chavales. A la legua se les veía que no eran de la ciudad, el acento les delataba. Habían venido durante un mes a la Politécnica para un intercambio.
- ¡Ozú, estah huescanah qué guapah zon ¡ ¿Noh invitáih a unah pipah?
El que le hizo tilín a Claudia era un chico alto y delgado, moreno con ojos tristes que se llamaba Fernando. Pero el que se le acercó fue Manuel, alto y un poquito regordete, muy simpático y gracioso, con un ceceo contagioso propio de su ciudad, Málaga. Fernando se mantuvo toda la tarde alejado de ellos dos, mirándolos, sin atreverse a decir nada. Manuel no paraba de hablar y de piropearla: “Tú zí que erez linda, quilla”. Quedaron todos los días del mes de julio que los profesores les dieron permiso. Iban al parque y comían pipas; si tenían dinero, compraban tabaco mentolado y se lo fumaban del tirón. Fernando dejó de ir a los encuentros, según Manuel, echaba mucho de menos su tierra. La ilusión secreta de Claudia era pensar que Fernando, sacrificándose por un buen amigo, había dejado pista libre a Manuel para salir con ella. No lo vio más.
El último viernes del mes fue la despedida, se iban al día siguiente muy temprano. Llegó el momento de subirse en el autobús que los llevaba a la Politécnica. Sin esperarlo, porque Manuel nunca había intentado besarla, cogió su cara entre las manos y metió, casi a la fuerza, la lengua entre los labios apretados de Claudia. Sabor salado y labios cortados. Al reaccionar, dejó que la lengua de Manuel se moviera libremente y se rozara con la suya. La encontró demasiado húmeda, no era desagradable, pero tampoco le entusiasmó. Cuando el autobús se alejaba y ella se despedía con la mano, pensó qué hubiera sentido si ese beso se lo hubiera dado Fernando. Volvió llorando de emoción a contárselo a sus amigas que no habían tenido tanto éxito con el resto de chavales del grupo. Evidentemente, no les dijo que le había decepcionado.
Tenían unas ganas locas de cumplir los dieciséis: era la edad en la que se permitía entrar en los pubs. El primer invierno en el que las tres reunieron la exigencia legal, pasaron todos los fines de semana, hasta las diez de la noche, en la zona de los pubs. Empezaron a tomar cubatas: Loli y Fina, güisqui con Coca-cola y Claudia, vodka con limón. En eso no respetaban la normativa, pero los dueños de los establecimientos no eran rígidos con los grupitos de chicas jóvenes que atraían clientela. La paga no daba para mucho, así que debían distribuirla entre el sábado y el domingo o dejarse invitar. En los pubs la gente era diferente que en los bares del Tubo: chicos de los pueblos, con dinero, con coche y sin hora en el reloj. En el “Luces de Bohemia” conoció a Alejandro. Tenía veinte años, eso era lo que más le atraía de él. Era moreno, más bajito que ella; detrás de las gafas, asomaban unos ojos marrones inteligentes y chispeantes. Cuando Alejandro le hablaba al oído, porque la música sonaba alta, Claudia no entendía nada de lo que le decía pero le encantaba sentir su aliento en la oreja. Le llamaba “asquerosa”, lo que a ella le sonaba a gloria. Tardó varios fines de semana, pero al final la besó. Fue un beso largo en un abrazo profundo. No hizo falta que Alejandro se abriera paso hasta su boca, ella se la entregó deseosa. Supo, sin saber, cómo tocarle la lengua con la suya. Su cuerpo se estremeció, deseaba que aquel beso no acabara nunca. Se derritió cuando él apresó con los dientes su labio inferior. Nunca había sentido nada igual. Al separar sus bocas, quedó unos instantes con los ojos cerrados, abrazada a él que acariciaba su cara. Siempre había pensado que las actrices exageraban las escenas románticas, y más tras su primera e inocua experiencia. Le encantó descubrir que lo que ocurría en las películas podía ser verdad. Pero, como averiguaría más tarde, los finales felices sólo tienen cabida en el cine. Alejandro resolvió, a la semana siguiente, demostrando su madurez nunca entendida por Claudia, que era demasiado joven para él, que no podía seguir por ese camino. Lloró, lloró amargamente, se hubiera entregado sin dudar.
IV
El verano estaba siendo insoportable. Aburrido y caluroso, la piscina municipal era el único sitio que enfriaba los ánimos. Aunque Loli parecía tenerlos siempre calientes.
- ¿Os habéis masturbado alguna vez?
La blanquecina piel de Fina se transformó en un tapizado rojo y negó con la cabeza rotundamente. Claudia tampoco lo había hecho, pero no quería quedarse atrás también en esto y mintió.
- ¿A que es una pasada? Correrse con un tío debe ser la leche –y se echó a reír por la ocurrencia.
- Sí, sí, es genial –susurró Claudia.
- El otro día casi me pilla mi madre. Eran las ocho pasadas, hacía un rato que había sonado el despertador. Había soñado con el moreno de los “Pecos”. Bufff –exclamó agitando la mano-. Estaba con él en mi cama haciendo el amor, a punto de metérmela, ya sabéis, y suena el puto despertador. Joder, no podía quedarme así –y volvió a reír tan estrepitosamente que hasta las toallas de alrededor se volvieron a ver qué tenía tanta gracia-. Y entra mi madre a decirme si sabía qué hora era. Le dije que me dejara dos minutos más, que ya me levantaba. Menos mal que se fue, si no, otra vez a medias.
- Y ¿cómo lo haces? –preguntó el cangrejo.
Claudia le agradeció que Fina hiciera la pregunta.
- Todo es cuestión de encontrarse el clítoris. Una vez localizado hay que acariciarlo suavemente con la yema de los dedos, mejor mojados. La práctica te va diciendo cómo. Y ¿tú, Claudia? ¿Cómo lo haces?
- Igual, igual que tú.
Esa noche tenía mucha prisa por irse a dormir. Sus padres sorprendidos de que no quisiera ver “Turno de oficio” le preguntaron si se encontraba bien.
- Sí, sólo me duele un poco la cabeza.
- Tanto tomar el sol, mira que te avisé –le increpó su madre.
Se tapó con la sábana hasta la cara, intentando ocultarse a ella misma la vergüenza que le daba hacer lo que había estado deseando desde que salió de la piscina. Comenzó chupándose el dedo índice y pasó la mano por dentro de sus bragas. Tardó un poco en encontrar la protuberancia que Loli les había explicado. Tras acariciarla unos momentos, notó que creció un poco y lo asoció a un pene diminuto. Pero estaba perdiendo la concentración, tenía que pensar en algo que le excitara. Sí, sí, ya sabía, Miguel Bosé. “No, esto no funciona”. Se lamió el anular, también. Seguía sin surtir efecto. Apareció Fernando, con la camisa de barbero a cuadros tan de moda aquel verano. “Asquerosa”, al oído, tan delicadamente que más que oírlo lo intuyó por la respiración. “Asquerosa”, sintió su sabor y un leve mordisquito en el labio inferior. Desde su clítoris como epicentro, una gran punzada de placer se extendió por todo su cuerpo provocándole un gritito imposible de sofocar.
V
Nunca se había fijado en su vecino. Era un chaval un año mayor que Claudia, pero tan esmirriado y tímido que pasaba desapercibido, incluso cuando utilizaba su propia tintura colorada para esconderse detrás de ella como un chipirón con hemorragias. Al lado de Claudia y de su hermana María, de 14 años, parecía menor, mucho menor.
Una mañana, a la vuelta del instituto, Claudia montó en el ascensor con un chico alto, delgado, moreno, el pelo un poco largo y ondulado y unos inesperados ojos verdes, que le dijo con una voz masculina:
- Hola, Claudia. A comer ¿no?
Claudia no le conocía. ¿Cómo sabe éste mi nombre? De pronto, sonrió y dejó ver su incisivo mellado.
- ¡José Antonio! –exclamó sorprendidísima. - No te conocía, ¿qué, qué…? – no se atrevía preguntarle dónde había dejado su aspecto de oruga enana.
- Parece que el sarampión tiene la culpa. He crecido un poco ¿no? –dijo sonrojándose, la enfermedad no le había hecho perder la timidez.
- Sí, sí, has crecido, sí –contestó distraída, embelesada en esos ojos glaucos.
Entró en su casa pensando cómo no se había dado cuenta nunca de lo guapo que era.
Y cambiaron las tornas. Ahora era ella la que tartamudeaba de una forma tan evidente que el enrojecimiento le hacía arder las orejas cada vez que se encontraban. José Antonio estaba dispuesto a sacar partido de la nueva situación y resarcirse de las burlas de su vecinita, la “súper tetas-súper culo”, que era como la llamaba cuando se masturbaba.
Conocedor de su nuevo poder sobre Claudia, José Antonio esperó el momento oportuno para pedirle salir. De sopetón, sin darle tiempo a pensar siquiera, mientras apretaba el botón del cuarto piso. En medio de un suspiro, ella contestó con un tembloroso sí. Entonces, José Antonio accionó el stop, la cogió por la fina cintura, tal y como lo había ensayado en su habitación, la atrajo hacia él y la besó. Fue un beso atropellado, más de lo que él hubiera querido, pero Claudia sintió su lengua con ímpetu y deseó enredarse con ella. La excitación le obligó a asirle la camisa con tal fuerza que se oyeron crujir las costuras. Fue un beso húmedo, tanto que cuando llegó al sexto piso, Claudia tuvo que limpiarse los labios con el pañuelo.
Quedaron en el portal a las siete de la tarde de un sábado de abril. A y diez, ya habían llegado al parque y se encontraban sentados en uno de aquellos bancos que tan bien conocía Claudia. Les dio igual que todavía hubiera luz, el rincón que José Antonio había elegido estaba bastante escondido entre los pinos, alejado del paseo principal. Casi no habían hablado desde que salieron de casa, pero no hacía falta, los dos sabían a dónde iban y a qué. Una larga tanda de besos con sabor a Colgate rompió los primeros nervios. José Antonio se lanzó a los pechos, pechos tantas veces soñados. Le metió una mano por debajo de la camiseta Levi’s azul cielo. En su impericia, tardó bastante en abrirle el cierre del sujetador. Cuando, por fin, su mano logró tocar el caliente y turgente seno, sintió dolor en su hinchado pene que ya no cabía en el ajustado pantalón. La agarró por el culo y la sentó, con las piernas abiertas, sobre su bragueta. Era la primera vez que Claudia sentía un pene erecto, tuvo curiosidad de saber si era como los de las revistas que había visto, a escondidas de su madre, por supuesto, en el piso de su tío soltero. No muy segura de los movimientos, desató el botón del pantalón y bajó la cremallera. José Antonio respiró entrecortadamente al ser aliviado de la presión y un tanto alucinado de la decisión de su vecinita. Metió la mano en el calzoncillo y encontró rápidamente lo que buscaba. Primero sólo lo oprimía, pero luego descubrió que si lo acariciaba entre sus dedos José Antonio exclamaba: “¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!”. Él no paraba de pellizcar sus pezones e intentar abarcar cada pecho con una mano para amasarlo con fruición, entre besos y mordiscos, entre chupetones en el cuello y en las aréolas. Repentinamente, el pene pareció convulsionar y expelió semen sobre la inexperta mano de Claudia. Ahora creía el rumor a cerca de que la mayoría del semen de las pornos era gel: era igual pero mucho más calentito y sin olor a rosas. Menos mal que Claudia, alérgica previsora, siempre llevaba pañuelos de papel consigo y pudo limpiarse el desaguisado hasta llegar a una fuente.
Pasaron el resto de la tarde tomando unas cervezas. Se rieron de su propia urgencia, pues lo normal hubiera sido empezar por las copas. Volvieron a besarse con más moderación, reteniendo los labios y descubriendo el verdadero sabor de cada uno, ya desaparecido el dentífrico.
- Me gustas desde hace tiempo. Sin embargo, hasta que no pasé el sarampión, ni te enteraste de que yo existía.
Claudia calló. No pudo menos que acariciarle la mejilla y acercar sus labios entreabiertos como señal de arrepentimiento ante tal desconsideración.
Quedaron dos días después. Claudia pensó que ahora le tocaba a ella. No es que no hubiera disfrutado el encuentro anterior, pero quería llegar al orgasmo, un orgasmo provocado por otras manos, como mínimo.
Llegaron al mismo banco, a la misma hora y empezaron con tal ansiedad que pareciera que fuese la primera vez. Le dejó tocar sus pechos, al tiempo que ella acariciaba su pene con más agilidad que la pasada sesión. Pero cuando él intentó sentarla sobre su bragueta, ella se resistió. Le cogió la mano y le marcó el camino desabrochándose el pantalón Lee. José Antonio entendió los deseos de su vecinita y se sentó al revés, pasando las piernas por debajo de la tabla que hacía de respaldo, como si el banco se hubiera transformado en un confidente. Claudia estaba resultando una tía sorprendente, no sólo físicamente, sino como pareja de juegos sexuales, porque, por lo poco que él y sus colegas sabían, las chicas no solían mostrarse tan activas ni explícitas en sus apetencias. Esto ponía a cien a José Antonio que pensó que iba a durar todavía menos. Así que, mientras introducía dos dedos en la vagina de Claudia, obligó a su mente a trasladarse a los exámenes de física y química, o a la liga de fútbol o a cualquier otro lugar que lo pudiera evadir de ese banco. La penetración digital cogió desprevenida a Claudia que dio un respingo. Se acordó de las experiencias que Loli había tenido con su primo y que, con gráficas explicaciones, les había contado. Se relajó e intentó disfrutarla, pero pronto sintió la necesidad de que le estimulara otra zona. Claudia le indicó con su mano el lugar exacto donde ella quería que le rozara, lo que devolvió a José Antonio de su abstracción mental. Ella misma le ayudó impregnándole los dedos con su propia saliva para colocar de nuevo la mano en el sitio adecuado. Estaba impresionado, esta tía iba a acabar con él. Como oía que la respiración de Claudia empezaba a ser entrecortada y acompañada por gemidos, creyó que estaba produciendo el efecto deseado, lo que le hizo sentirse más cómodo. Con su brazo izquierdo, cogió la cabeza de Claudia y la inclinó lo suficiente para poder alcanzar sus labios. Al observar su linda cara, abstraída en su placer, José Antonio la besó y los dos se perdieron en sendos orgasmos.
Claudia se masturbó esa noche entre susurros de Alejandro. El que había sentido con su vecino no había sido igual. Nunca hubiera imaginado que los orgasmos pudieran ser tan diferentes.
A la mañana siguiente, su hermana María entró con ella en el baño y echó el cerrojo. María era el contraste de Claudia: más alta que ella, cabello y tez morenos, pelo corto y ojos negros, se parecía a su padre.
- Tengo que contarte una cosa –le dijo con una vocecita casi inaudible.
- Tía, habla más alto que no te oigo –dijo Claudia bajándose las bragas para orinar.
- Chist, más bajo que no quiero que lo oiga mamá.
Claudia esperaba que su hermana le leyera el último anónimo que hubiera recibido del “Motos”, un compañero de clase que estaba colado por los huesos de María.
- Estoy saliendo con José Antonio.
A Claudia se le escapó de las manos la cadena del váter y gritó:
- ¿Con quién?
- ¡Calla, imbécil! Con José Antonio. ¿A que está como un tren?
- ¡Ese hijo puta, mamón de mierda…!
- Oye, tía, no te sulfures, si a ti no te ha pedido salir, te jorobas.
Claudia puso los ojos en blanco y reprimió el impulso de soltarle un coscorrón a su hermana, pero pensó que ella se lo merecía tanto o más que María pues era la mayor.
- ¿Te ha llevado al banco de los pinos a meterte mano?
Abrió tanto la boca que casi se le desencaja.
- ¿Cómo lo sabes? ¿Nos has seguido?
- No seas tonta. Ha estado saliendo con las dos.
- Mentira, me ha dicho que le gusto mucho.
Claudia no quiso hundir en la miseria a su hermanita y tomó el único camino.
- Es un cabrón y punto –se lavó las manos, salió del baño y dejó a su hermana llorando.
En cuanto estuvo vestida, antes de desayunar, Claudia bajó al cuarto.
- Hola, Marisa. ¿Está José Antonio?
La madre sorprendida gritó el nombre de su hijo.
- Hola, Claudita. Es muy pronto, ¿no te parece? –dijo guiñándole un ojo.
Un seco y contundente bofetón resonó en el rellano. José Antonio la miró irse hacia las escaleras con ojos libidinosos, hasta eso le supo bueno viniendo de Claudita. Al recibir la patada en los huevos de María, no opinó lo mismo.
VI
Loli, como siempre, era la que más fácil lo tuvo. Acabó BUP y llegó a un acuerdo con su padre: se quedó de dependienta en la tienda. El trato iba a ser muy beneficioso para Loli, que se había puesto ella el horario y el sueldo, pero no tanto para su padre. Fina, lo tuvo un poco más difícil. Su madre viuda, se resistía a que el único hijo que le quedaba en casa se fuera. Le hacía chantaje emocional, lo que Fina soportaba a duras penas, pero, cuando Claudia, tras dos intentos, aprobó la plaza del Ayuntamiento, no lo dudó. Cogió las maletas y su mínimo sueldo de empleada del mercado y se fue. La madre de Claudia no pudo seguir poniéndole impedimentos, con 21 años y un sueldo fijo, las excusas se habían terminado.
- A ver qué vais a hacer las tres juntas en un piso –gritaba mientras Claudia recogía sus casetes en la maleta-. Si no sabéis ni freíros un huevo, si sois tres desastres. Luego, no me vengas con la ropa sucia que yo no te la lavaré.
Claudia no le contestó, mamá había perdido la batalla, sólo quedaba abandonar el nido con una sonrisa.
Celebraron la independencia con una fiesta en el piso. Se juntaron, en 60 metros cuadrados, compañeros de Fina, la pandilla del novio de Loli, la hermana de Claudia y sus amigas, alcohol y chocolate. Juan, el novio, fue el que llevó el “consumao”. Conocía un bar de comida rápida que, si entrabas hasta la cocina y preguntabas por Piero, no te servían pizza. Juan era experto en muchas cosas: en porros, en motos, en cubatas, en discos. No en balde era disc-jockey en el pub de moda los fines de semana por la noche, y camarero, el resto de la semana. Era un tipo fanfarrón, rozando la imagen del macarra de barrio, con una moto estruendosa y una voz ronca a fuerza de fumar y beber. Siempre le acompañaban sus gafas de sol y una chupa vaquera. Emulaba a Loquillo, pero le faltaban centímetros y clase para llegar a la altura de su ídolo. Era la pesadilla del padre de Loli y el amo y señor de los sueños de su hija. Claudia no había visto a Loli tan pillada por un tío desde que rompió con su primo hacía dos años.
Fina no tenía novio. Se había enamorado de un soldado que la dejó plantada en cuanto acabó la mili. Fina le había entregado su corazón y a Julián únicamente le interesaron sus ojos azules y su piel marmórea.
- Ten cuidado con Julián –le dijo una vez Claudia-. Éste sólo te quiere para follar, en cuanto acabe la mili, se va y te deja por la que tiene en Salamanca.
Fina se volvió como una fiera:
- A ti lo que te pasa es que estás celosa porque tú todavía eres virgen.
Claudia calló, todo lo que hubiera dicho habría sido utilizado en su contra.
Tras dos meses de encierro en su casa debido a una gran depresión, Fina le dijo a su amiga entre sollozos:
- Tenías razón, Claudia, él no me quería. Siento haberte dicho aquello.
Desde entonces, el vínculo entre ellas dos se estrechó.
Claudia volvía a quedarse detrás de sus amigas en cuanto a experiencias sexuales. Después de su vecino, salió con dos chicos, pero ninguno había sido capaz de excitarla lo suficiente como para querer hacer el amor con ellos. Buscaba la excitación que veía en los ojos de Loli cuando miraba a Juan, o la que vio en los de Fina cada vez que Julián la llamaba “mi rubia”. A Claudia le estimulaba todavía el recuerdo de Alejandro, mucho más que cualquier otra práctica sexual con cualquier otro. Tanto era así, que había sido ella la que había decidido cortar con ellos, decepcionada al no encontrar las mariposas en el estómago. Debieron perdérsele en labios de Alejandro.
La fiesta estaba siendo un éxito, hasta Fina parecía haberse animado y bailaba con un compañero del trabajo. María llevaba un par de cubatas de más y Claudia le dijo que parara, que en poco rato debía regresar a casa; no quería que mamá le echara la culpa de la borrachera de su hermana. A Loli no le sentaba bien el chocolate, pero Juan insistía, le decía que era por falta de práctica, y ella obedecía. Hasta que terminó arrojando en el lavabo.
El incidente le bajó a Claudia el puntito que había cogido y la sumió en una melancolía etílica en donde todo le parecía relativo. Fina estaba besándose con su compañero de curro mientras sonaba Sabina. En una de las habitaciones se había encerrado una pareja del grupo de Juan y, de tanto en tanto, se les oía reír o gemir. Retuvo en sus pulmones todo lo que pudo la calada del enésimo canuto que pasaba por sus manos y pensó que ya valía por hoy.
Fina se fue a la cama acompañada, Loli se había ido a dormirla pronto y Claudia fue la encargada de cerrar la puerta con llave. El piso había quedado hecho un asco, apagó las luces para no verlo. Oyó risas en la habitación de Fina. Sonrió, le alegraba ver a su amiga recuperada de nuevo. Se acostó y, en menos de dos minutos, se quedo frita.
Sabía a madera, madera de roble impregnada de lluvia. Enredó los dedos en el cabello ondulado y buscó los labios. “Cómo me gustas,” y más bajito, casi en un susurro: “asquerosa”. Algo comenzó a revolotearle por las tripas. Abrió los ojos, pero estaba oscuro. Los cerró: dos dedos húmedos acariciaban su clítoris con pericia; primero con suavidad, lentamente, luego, con ritmo y ardor. Una respiración jadeante le mojaba la oreja, lamía su lóbulo y lo chupaba con deleite. Ella, más que oír, intuía: “asquerosa”. Estaba allí, con ella, en su cama. Oyó como se rasgaban el camisón y las bragas. “Qué buena estás”, y bajito, casi en un susurro: “asquerosa”. Un peso le oprimió el estómago. Dejó que le abriera las piernas, dejó que le penetrara, era suya, siempre lo había sido. La penetración fue demasiado rápida, brusca. Volvió a abrir los ojos, pero no vio nada. Conforme el baile se iba acompasando, la vagina se fue lubricando y la irritación se transformó en placer. Oyó como un alarido y el peso se le desplomó encima. Claudia despabiló, sentía presión en sus pulmones y en su repleta vejiga. Apartó el cuerpo que le aplastaba y encendió la luz. Juan estaba boca arriba, ojos cerrados, boca abierta escurriéndole un hilillo de baba. Tuvo que correr para vomitar en el retrete. Hoy tampoco iba a encontrar las mariposas.
VII
Nunca se lo dijo a Loli. Pensó en denunciarlo, en cortarle los cojones, en sacarle los ojos, pero nunca en decírselo a Loli. Hubiera creído que, aprovechando la borrachera que la obligó a retirarse pronto, había seducido a su chico; no hubiera aceptado la verdad. Concluyó guardar silencio y mantenerse lejos de ese mal parido.
Esta decisión le obligó a aguantar las miradas lascivas de Juan y sus indirectas en medio de conversaciones en las que nadie entendía nada excepto Claudia. En cuanto Loli desaparecía de escena, Juan no perdía oportunidad, se acercaba sigilosamente a Claudia, como un zorro a su presa, y le mascullaba al oído las palabras más repugnantes que Claudia jamás había oído. La nausea le salía con fuerza del estómago y le inundaba la boca.
No sólo debía a Juan ya no ser virgen, sino el haber conseguido quitarle las ganas de volver a salir con un hombre. Había dejado de apetecerle; los besos le sabían a alcohol, a hachís y a bilis.
El trabajo se convirtió en su refugio, en su escape diario para desaparecer del piso que se había convertido en una cárcel en donde evitar a Juan era su único objetivo diario. Teclear el ordenador, atender a los ciudadanos, desayunar café con leche y cruasán en la cafetería de los funcionarios, eran sus satisfacciones cotidianas.
Era la quinta vez en el mes que llegaba tarde. Las pesadillas no la abandonaban hasta bien entrada la madrugada, entonces se dormía y no oía el despertador. Colgó su chaqueta en la percha ensayando, en voz baja, la excusa que iba a darle a su jefe.
- No te preocupes, a ti no te va a decir nada –le dijo Isabel, su compañera de la mesa de al lado.
Claudia puso cara de no entender.
- No te hagas la tonta, ya sabes a qué me refiero, a ti, te lo consiente todo.
Según el rumor que corría por la oficina, Diego, el jefe, estaba obnubilado por ella. Claudia parpadeo perpleja. No había sido amonestada a pesar de sus continuos retrasos, lo que era más que raro pues la puntualidad era un precepto sagrado para el jefe que no se lo toleraba a nadie. “Rumores absurdos”, le replicó Claudia. Bastante tenía con sus problemas como para perder tiempo en dar pábulo a habladurías sin fundamento.
- Claudia, puedes venir un momento a mi despacho –le llamó el jefe asustándola.
Claudia miró a Isabel demostrándole con un gesto lo equivocada que estaba en sus suposiciones.
Casado, con dos hijos, cuarenta y tantos, pelo y barba claros sin llegar a rubios, ojos azules grisáceos, metro ochenta, aire de intelectual afianzado por chaquetas de punto con coderas y pantalones de pana, imagen desfasada detrás de una profunda y grave voz. La primera vez que la llamó por su nombre, Claudia se asustó.
- ¿Te pasa algo, Claudia? He perdido la cuenta de las veces que has llegado tarde este mes –le miraba fijamente a los ojos, como si buscara en ellos algo más que una simple respuesta.
- No, no. He de cambiar el despertador, pero nunca me acuerdo de comprar uno nuevo –mintió Claudia mirando al suelo.
- Me vas a obligar a tomar determinaciones que me desagradan, si vuelves a llegar tarde –lo dijo casi disculpándose, en un amigable tono de voz que hizo que Claudia levantara la vista dejando visibles sus pronunciadas ojeras.
- ¿De verdad, no te pasa nada? –casi con dulzura en sus tonos graves.
Estuvo a punto de gritar, de decirle que un cabrón de mierda había destrozado su vida y sus ilusiones, sus ganas y sus deseos.
- Estoy bien. Perdóneme, no volverá a pasar, hoy mismo compro otro reloj. Gracias por su paciencia.
- No me trates de usted, me haces más viejo de lo que soy –asomó una leve sonrisa que proporcionó un toque juvenil a su rostro.
- De acuerdo, Diego –se levantó sin esperar el permiso y salió del despacho.
Embelesado miró su caminar lento y triste, movimiento rítmico con el que balanceaba sus nalgas al compás de sus estilizados hombros.
VIII
En la cafetería, sola en la mesa, pues Isabel tenía que acabar de cumplimentar el recurso de una multa de tráfico, fumaba absorta en los dibujos del caprichoso humo.
- ¿Hoy no desayunas? Toma, necesitas reponer fuerzas –la voz grave con un café con leche humeante volvió a asustarla.
- Gracias, pero espero a Isabel –intentó escabullirse de la invitación. Diego no se dio por aludido y se sentó en la misma mesa.
- Me tienes preocupado. Desde hace unas semanas estás muy distraída en el trabajo, llegas tarde, sacas mala cara. Me gustaría ayudarte; si te pasa algo puedes confiar en mí.
Esos ojos buscaban los de Claudia. Los rehuía, no quería saber nada de hombres y menos de su jefe.
- Ya te he dicho que estoy bien, no me pasa nada –contestó bruscamente para que entendiera lo baldío de su insistencia.
Diego rasgó el sobrecito del azúcar y lo volcó sobre el café con leche, le dio unas vueltas y se lo acercó.
- Toma, se te va a enfriar –ya no dijo más, se quedó callado mirando cómo se tomaba el café y se fumaba el último cigarrillo del paquete. Sólo miraba.
- No eres mi padre, déjame en paz; fuera del curro no eres ni mi jefe.
Silencio, seguía mirándola con una dulzura tan grave como su voz, infinita en su azul. Le cogió la mano delicadamente, quería reconfortarla, que le contara lo que la martirizaba y mudaba sus maravillosos ojos miel en lúgubres callejones sin salida; quería tocar su piel y descubrir que era aún más suave de lo que él había imaginado.
Tenía que sobreponerse, no podía llorar, pero él le sostenía la mano como un objeto frágil, peligrosamente quebradizo, como si quisiera impedir una irremediable fractura. Y se rompió. Un hipo incontrolado la obligó a salir a la calle. Caminó sin rumbo un par de manzanas, paró en seco y se tapó la cara con las manos. Diego la seguía a unos pasos de distancia. Al verla parada, se acercó a ella y la abrazó. Dejó que llorara durante mucho tiempo y, en un total mutismo, acarició su melena. Estar abrazado a ella, oliendo su pelo, compartiendo su pesar, le parecía extraordinario. Se sentía embargado cuando la tenía cerca. Le sucedió la primera vez que la vio al tomar posesión de su plaza en el Ayuntamiento. La belleza de Claudia le pareció espectacular: sus curvas le hicieron dar dos vueltas a la mesa para poder admirarlas mejor. Después pensó en cómo serían los hijos que tuvieran juntos. Lo siguiente que le pasó por la mente fue una imagen explícita de cómo los harían.
Cuando Claudia recobró cierta serenidad, secó su cara con el pañuelo que le dejó Diego y se separó un poco de él. Era una situación embarazosa para ella. Había hecho patente que un grave problema le estaba haciendo la vida imposible y no había podido reprimir su dramático estallido, todo esto, delante de su jefe, nada más y nada menos.
- Lo siento, lo siento mucho. Yo no quería… -gimoteó Claudia.
- No tienes nada por qué pedir perdón –le apartó un mechón de cabello que se le metía en la boca empapada de lágrimas y mocos.
- Estoy un poco nerviosa, eso es todo, no hay más, no hay más –mintió intentando parecer convincente.
- Si no me lo quieres contar, no lo hagas. Entiendo que yo sólo soy tu jefe, casi un desconocido. Pero quiero que sepas que voy a ayudarte, si tú me dejas, lo haré.
Claudia lo miró extrañada.
- ¿Por qué? ¿Por qué te portas así conmigo?
- Sólo intento acercarme a ti, ayudarte, si tú quieres –estaba tan desvalida, hubiera querido protegerla y salvarla de su dolor. Pero sabía que por ahora ya no podía hacer más-. ¿Quieres irte a casa?
Claudia negó con la cabeza. Si se lavaba la cara y volvía al trabajo, se encontraría mejor.
- Prefiero que no nos vean volver juntos, ya rumorean bastante sin haber nada entre nosotros –dijo Claudia, ligeramente recuperada, para sorpresa de Diego.
Diego cerró los ojos, bajó la cabeza y sonrió.
- ¿Tanto se me nota? –preguntó como un quinceañero temeroso.
- Yo no lo había notado, pero parece ser que es lo que se dice en la oficina. Yo no quiero líos, Diego. Por favor –casi fue un ruego, la súplica de un condenado para que su castigo sea breve, un letrero de SOS.
Aquello convenció a Diego: iba a intentar devolverle la alegría. No le importaban las murmuraciones de sus subordinados. Lo que sentía por Claudia no lo había sentido por nadie. Ella le inspiraba ternura, necesidad de protección, deseo, deseo febril, como la primera vez que vio a una mujer desnuda. Anteriormente había visto a su madre, pero, en esa oportunidad, dominó la curiosidad. A los once años acompañó a su padre a llevar el coche a un taller. La pared que no estaba llena de herramientas, estaba forrada de carteles de mujeres desnudas. Las había de todas las razas, colores de pelo y piel, de diferentes tamaños y posturas. Aquella miscelánea casi le mareó: tanta belleza junta era demasiado para un niño de esa edad. Al verlas, no sintió intriga, como cuando vio a su madre, sino ganas de tocarlas, de olerlas, pero sobre todo, de mirarlas, no se hubiera cansado nunca. Una foto en concreto llamó su atención. Era una chica rubia, no un rubio platino, con una melena larga que le tapaba un pecho, el otro lucía apoteósico; en una torsión digna de Laoconte, dejaba ver un fantástico y blanco culo, de donde salían unas piernas interminables que, unos zapatos negros de tacón alto, cortaban. Tuvo su primera erección. Aún ahora, hubiera dado mucho dinero por conseguir aquel póster.
IX
Creyó que se hundía en un pozo sin fondo y sin salida, sin posibilidad de asirse a ningún resquicio. Ahora también en el trabajo debía evitar encontrarse con una persona; había perdido su refugio. Claudia fue al médico que le recetó tranquilizantes para poder dormir y le aconsejó que fuera al psicólogo. La primera noche que tomó las pastillas, durmió de un tirón 8 horas, lo que no conseguía desde hacía más de un mes.
La mañana siguiente transcurrió mucho menos pesadamente que otros días, incluso le hicieron gracia los absurdos chistes de Ismael, el del catastro. A las tres, de mala gana, se dirigía hacia el piso: hoy había comida con el novio de Fina y el de Loli. De pronto, oyó la voz.
- Te veo mucho mejor, Claudia. Me alegro, de veras. Lo único que siento es no haber sido yo el artífice de tu mejoría –le dijo Diego-. Te invito a comer para celebrarlo –había estado cavilando el mejor momento para abordarla desde que lloró en sus brazos.
Claudia tenía presto un no, pero el recuerdo de Juan la hastiaba horriblemente. Un sí cogió desprevenido a Diego que, al ponerse verde el semáforo, no reaccionó y se quedó paralizado en la acera.
- Vamos –le dijo Claudia, a la que se le había abierto el apetito -, conozco un japonés muy bueno cerca de aquí. ¿Te gusta la comida japonesa?
Así hubiera habido que comerse culebras vivas, Diego hubiera ido detrás de ella como un corderito al matadero.
No sabía lo que estaba comiendo, ni siquiera podría haber explicado a qué sabía, ni si le gustaba. Sólo la miraba. Observaba cómo cogía los palillos, con qué destreza los manejaba, como abría su boca y absorbía con sus finos labios los tallarines, pasando, luego, la lengua por ellos. Era todo un espectáculo verla comer, verla beber del vasito de sake, verla limpiarse con la servilleta la pequeña gotita de salsa que se resistía a abandonar la comisura de su boca. Qué hubiera dado por lamérsela lentamente.
- ¿No te gusta el ramen? –la voz de Claudia asustó esta vez al abstraído Diego.
- No sé. Si te soy sincero, no sé que estoy comiendo, pero el caldo es bueno y los tallarines, pues son pasta.
Claudia rió. Ella misma se reconfortó al oírse reír después de tanto tiempo.
- Aunque te veo mucho mejor, todavía no detectó esa luz en tus ojos.
- Estoy pasando un buen rato, no lo estropeemos. ¿Vale?
- Vale –e intentó coger un poco de pasta con los palillos, que se le escurrieron dentro del bol salpicándole la camisa.
Claudia se divertía a costa de la ineptitud de su jefe con los palillos. Se fijó en él por primera vez: le gustaron mucho sus ojos azules que, según como les daba la luz, se tornaban grises, su pelo ondulado casi rubio y su barba, muy cuidada, que ahora se estaba ensuciando con los “malditos tallarines, joder”. Se dio cuenta de que le gustaba su voz, esa voz que le asustaba días atrás, se había vuelto acogedora, amigable. Se encontró tranquila, relajada, disfrutó de la comida, al contrario que Diego, que pidió agobiado un tenedor al camarero nipón.
Como Claudia había insistido en pagar la comida a medias, Diego insistió en invitarla a un café en el “1900”. Por las mañanas servían desayunos, cafés en los medios días y copas por la noche; bar de sesión continúa. Se sentaron en los sofás del fondo, bajo una reproducción de uno de los Nenúfares de Monet. Él pidió un café y una copa de brandy y ella un Cointreau con hielo.
- ¿No quieres café?
- No, que luego no duermo –se le escapó a Claudia.
- ¿Ahora tampoco me lo vas a contar? A lo mejor te ayudaría a solucionarlo del todo –le dijo cariñosamente Diego.
- Qué más quisiera yo –suspiró.
- Si no lo intentas, no lo sabrás –volvió a insistir Diego y le asió quedamente la mano.
No podía con eso. Era tan tentador abrirse y expulsar todo lo que la estaba pudriendo por dentro. Volvía a coger su mano como quien transporta un objeto delicado y valioso, con gran devoción. Tenía que reconocer, que sus atenciones la calmaban tanto o más que las pastillas; imaginó que en sus brazos podría dormir como un bebé.
- Dios mío, no me atrevo a decirlo en voz alta. Es como si todo volviera a ocurrir. No lo soportaré.
Diego se acercó hasta rozar su pierna, le pasó el brazo por el hombro sin soltarle la mano. Muy cerca del oído le dijo:
- Estoy aquí para ayudarte. Lo vamos a soportar entre los dos. Te escucho.
Palabras que abrieron la espita del barril del vinagre, de la bilis contenida, de la impotencia y la rabia, de la culpa, de la vergüenza, del miedo, del dolor, de las lágrimas sin fin y las noches sin dormir. Al acabar, Diego le dio un beso en la mejilla y secó sus lágrimas con tal sedosidad que parecía de terciopelo. Ella recostó la extenuada cabeza sobre su hombro, haberse quedado vacía la consolaba.
Toda la amargura que Claudia había abocado sobre Diego, éste la convirtió en animadversión. Se debatía entre el amor por ella y el odio hacia ese tal Juan.
X
Claudia había encontrado en Diego la única persona a la que podía contarle sus problemas o sus progresos. Diego se mostraba atento y comprensivo, la escuchaba sin emitir ningún juicio, sólo algún beso cálido en la mejilla se escapaba de sus labios. Claudia, además de agradecer estas consideraciones, las necesitaba, era lo único que le proporcionaba paz, seguridad, cobijo. Diego lo sabía, era feliz viéndola abrirse poco a poco, como un cerezo en abril. Sentía verdadera adoración por ella, estaba más que satisfecho, feliz.
Quedaban una vez por semana para comer y desayunaban juntos todos los días. No les importaba en absoluto los cuchicheos de la oficina que se fueron extendiendo como agua derramada. A las preguntas de Isabel, que era la única que se atrevía a hablarle del tema, Claudia contestaba invariablemente: “Somos amigos”. El tiempo que estaban juntos se les iba volando. Comentaban los incidentes del trabajo, las travesuras de los hijos, los progresos con el psicólogo, pero nunca hablaban de la mujer de Diego, era una norma tácita. Al principio, Claudia se desahogaba contándole las impertinencias que tenía que sufrir de Juan, pero, al cabo de poco tiempo, ya ni lo nombraba. Fue tan repentino como su desaparición. Rompió con Loli el día de su cumpleaños, siempre dejando huellas imborrables. Nadie supo porqué. Loli, casi sin poder pronunciar las palabras debido al sofocón, relataba que se lo encontró en el bar de siempre con la cara morada todavía de los golpes de una pelea que, según le explicó someramente Juan, había tenido con dos gorilas de discoteca. A parte de eso y de que, en la reyerta, le destrozaron la moto, no le dio más explicaciones respecto a la ruptura: se había cansado de ella y no quería volverla a ver. El padre de Loli y Claudia lo celebraron tanto como ella lo lloró.
Así pasaron los meses, hasta que llegó el verano. El mes de julio, Diego se fue de vacaciones con su familia. La primera semana, Claudia notó su ausencia como una piedrecita en el zapato, pero a partir de la segunda, no era capaz de concentrarse sin escuchar su voz, sin saberse observada por aquellos ojos. Por primera vez en muchos meses, echaba de menos el tacto de un hombre, el roce de sus labios en la mejilla. Creyó que no lo podría resistir. Llegó el uno de agosto, ahora le tocaba disfrutar a ella su descanso anual. Demasiado inquieta para esperar un mes más, se acercó a la cafetería donde desayunaban cada día los funcionarios del Ayuntamiento y lo esperó. Lo vio entrar, tan rubio y moreno por el sol que sus ojos todavía parecían más azules, más eternos. Esperó que su voz no se hubiera vuelto más profunda por efecto del sol, pues sus oídos no podrían resistirlo.
- Hola, Diego. ¿Cómo han ido las vacaciones? –intentó tapar su impaciencia detrás de una gran sonrisa.
- ¡Claudia!
Se acercaron y reprimieron muestras de afecto mutuas, conscientes de ser observados. Se limitaron a sentarse en una mesa y desayunar.
- Te echado mucho de menos –susurró Claudia.
Diego se la comía con los ojos. Y Claudia vio en ellos un trocito del mar Mediterráneo.
- ¿Quedamos para comer?
A las dos y media en punto, Claudia había llegado al restaurante japonés. Diego había propuesto ir allí, lo que Claudia no entendía después de las dificultades que tuvo al tomarse el ramen la única vez que habían estado. Cómo no, llegó puntual. Diego la vio hermosa como nunca: el pelo suelto, cubriendo sus hombros desnudos, preludio de sus magníficos pechos escondidos detrás de una camiseta de tirantes verde adornada con lentejuelas plateadas. Al levantarse, para recibirlo, vio, sólo por unas décimas de segundo, su ombligo que asomaba en el centro del vientre liso, apretado dentro del pantalón vaquero. Cogió su cara entre las manos, unas imperceptibles ojeras bordeaban dos círculos ámbar con puntitas verdes que le miraban como una niña que acabara de encontrar a su perrito perdido. No pudo más, pensó que iba a perder la confianza de Claudia, la confianza que tantos meses le había costado cultivar, pero no pudo más. Abarcó con la boca sus labios, absorbiéndolos despacio, degustando, por fin, el buqué anhelado, rozando la puerta prohibida. La miró, quería observar qué reacción había provocado en ella. Los ojos de Claudia se habían inundado: la boca de Diego no le sabía a alcohol, ni a hachís, ni a bilis. “Otra vez”, musitó. Y entonces sí, abrió la puerta de par en par, se introdujo hasta dentro, buscando fundirse con su lengua y ahogarse en su saliva. Ante la mirada atónita del camarero nipón que se disponía a atenderlos, palillos en ristre, se fueron del restaurante sin comer.
XI
Desconocía que Diego viviera tan cerca del restaurante japonés, a una manzana escasa. Al subir en el ascensor, a Claudia se le ocurrió preguntarle:
- Y ¿tu familia?
- Están en la playa todavía –se lo dijo al oído, tan cerca de ella que la rozaba con su brazo, que la respiración hacía oscilar mechones de pelo por su cara, que podía oler sus pensamientos, sus nervios.
- Tranquila, cariño –le susurró domando las ganas de abrazarla hasta llegar a su casa por posibles encuentros con los vecinos.
Vivía en un espacioso piso, con pasillos anchos que todavía daban más sensación de grandeza a la vivienda. Al oír como cerraba la puerta con llave, Claudia empezó a temblar. Diego la abrazó; como no se apaciguaba, la cogió en volandas y la llevó al dormitorio, la tumbó sobre la cama y se acostó a su lado. Le pasó un brazo por su cintura.
- No voy a forzarte a nada. Podemos quedarnos toda la tarde aquí, echados sin más. Haremos lo que tú quieras, sólo lo que tú quieras.
- No sé si… Lo siento, -giró la cara para encontrarse con la de Diego que la abrazaba también con la mirada- no quiero que pienses que te he hecho subir para nada. Yo quiero, necesito hacerlo…
Diego tapó su boca con los labios observando cómo parecía disfrutar al sentirlos. Quería verla continuamente, pasara lo que pasara, no quería perderse ni un momento de lo que tuviera que suceder, había estado muchos días esperando, tejiendo su red de algodón para que ella cayera rendida y se mostrara desnuda, plena, espléndida ante él. Claudia se giró hacia él, se acurrucó como un gato abandonado, tiritando ligeramente, ronroneando en su cuello:
- Me gusta tu olor, hueles a pino, a corteza de pino recién arañada, a sal de mar. Dame un poco de tiempo, sólo un poco más…
- Calla, no hables –acariciaba su pelo, la otra mano viajaba por la columna vertebral de Claudia, arriba y abajo, sutilmente, haciendo hincapié en los huecos entre una y otra vértebra, palpando cada milímetro de su piel por debajo de camiseta. A pesar de que el deseo se le acumulaba dentro de su pantalón, sabía que tenía de esperar un poco más, tan sólo un poco más.
Quería hacerlo con él más que nada en el mundo. Tenía que saber si era capaz de volver a tener ganas, de volver a sentir deseo por un hombre. En el japonés se hubiera entregado a él ahí mismo y, ahora, en la cama, solos los dos, anhelantes el uno del otro, tenía miedo, un miedo atroz que entumecía sus huesos, pavor a sentir placer y estar siendo engañada, equivocada, violada. No quería pensar en eso, debía huir de esa nefasta imagen. Frío, el calor aparecía sólo en la parte de su piel que Diego acariciaba.
- Tócame, Diego -dijo de pronto.
Abordó la espalda, los omoplatos, la curva cóncava de los riñones y la convexa de sus nalgas por encima de la ropa.
- Espera –Claudia empezó a desnudarse. Primero los zuecos que lanzó al suelo, la camiseta de tirantes, luego el sujetador, el pantalón y las bragas -. Ahora.
Diego no daba crédito: era un hada sin alas, la chica del póster en su cama. Tuvo que ganar el pulso a lo que bombeaba entre sus piernas para no abalanzarse sobre ella y penetrarla sin más. Secó las palmas de las manos en el pantalón y comenzó a acariciarla. Primero, los pies, largos y huesudos, con diminutas uñas pintadas en rosa palo; las extremadamente suaves pantorrillas; las redondas rodillas; los apretados muslos; el pubis escondido entre las piernas; la llanura del vientre; el pozo de su ombligo; la hondonada del estómago; los increíbles montículos de sus pechos con pináculos sonrosados; estilizado cuello; la barbilla pronunciada y decidida; labios por los que no pudo menos que pasar su sedienta lengua; batientes orificios de la nariz; ojos cerrados en constante bullir; cejas armoniosas; frente, un poquito arrugada; elegantes orejas con zarcillos plateados; nuca cubierta de terso vello; tocó sus hombros con los labios y la ladeó, para poder continuar por su estupenda espalda; los delgados brazos; las heladas manos; la parábola de la cintura; la de su hermoso culo, que no se reprimió en mordisquear tenuemente; y otra vez las ilimitadas piernas. Se colocó muy despacio sobre ella, para transmitirle todo el calor que pudiera. Le lamía la nuca, los pelillos rubios le hacían cosquillas en la lengua.
- Creo que estoy preparada.
No ocultó su prisa, aceleradamente, Diego se desnudó y se quedó echado a su lado expectante ante la siguiente indicación. Claudia volvió a acurrucarse en él. Le besaba el cuello, el pecho, el cuello y se acercó a su boca para comprobar que no le repelería un amargor de hiel. La lengua de Diego sabía a hombre, a sal y azúcar, a agua de mar, a paciencia, a deseo, a excitación. Se abandonó completamente.
Fue entonces, cuando él tomo el mando de la situación y, con gestos resueltos, pero exquisitos a un tiempo, empezó a dejar brotar todo lo contenido que estaba siendo rozado por el ya cálido vientre de Claudia. Intentó cubrir los pechos con las manos, oprimiéndolos, tentando con las yemas los duros pezones. Se deslizó hasta ellos para sorberlos, para retroceder treinta y tantos años y marearse en el maremagno de carteles del taller. Más abajo buscó, husmeando como un perro, el rastro que inconfundiblemente le iba a guiar hasta la recompensa, hasta el principio y el fin, hasta la materialización de sus sueños. Lo encuentra, mete su nariz y aspira, reteniendo el aroma entre agrio y dulzón, lo palpa, lo abre y lo lengüetea con la avidez de quien no ha bebido en una travesía por el desierto ni una gota de líquido.
Claudia ha conseguido no pensar, pasea su mente por un bosque de hayas, con senderos cubiertos de musgo, donde la humedad recubre los troncos y las hojas. Entre el verde follaje, algo revolotea ágil, diminuto, de vivos colores. Se acerca a ella, veloz, brillando con los reflejos del rocío que tintinean en sus alas. Se cuela entre sus piernas, atraviesa su clítoris y llega a su interior, revoloteando, revoloteando…
La señal esperada suena: un chillido agudo, surgido desde las propias entrañas de Claudia, colma la habitación. Diego asciende por sus llanuras y valles, sus concavidades lunares, sus montes de perdición, su boca entreabierta que parece insaciable, tan jugosa. La penetra con el cuidado de un cirujano trazando una incisión, lentamente, sin dejar de ver esos ojos abiertos que lloran, que vuelven a desear y a emocionarse. Diego aguanta el peso con los brazos, no quiere apresarla bajo su cuerpo, pero ella lo abraza, lo atrae hacia sí, le rodea con sus piernas.
- Sí, Diego, sí – le incita jadeante.
En los iris de Claudia intuye una ventana que acabará con el callejón sin salida, que al abrirla eclosionará en destellos y estremecimientos.
Desbordado, extasiado, exhausto, cae sobre ella mordiéndole los labios sin ser consciente del vigor que emplea. Gusto salino que le hace regresar de su goce.
- Perdona, cariño, te he hecho sangre –exclama pesaroso.
Claudia pasa la lengua por la pequeña herida.
- No importa.
El resto de la tarde, durmieron enlazados como la hiedra a una celosía.
XII
Desaparecieron las pastillas y las visitas al psicólogo. La alegría regresó junto con las mariposas que anidaron a menudo ese mes de agosto en el piso de Diego. Pero, como podría comprobar más tarde, aunque no con la misma velocidad, todo acaba, lo malo y lo bueno, como las películas románticas, como los besos, como el dolor, como el verano.
- ¿Qué opina tu mujer de lo nuestro? –preguntó Claudia mientras se vestía.
Diego no contestaba, recogía los calcetines desperdigados por la habitación del hotel. Claudia insistió:
- ¿Qué opina, Diego?
- Ella no sabe nada –pronunció escueto.
- ¿No sabe nada? –exclamó extrañada-. No me lo creo, no creo que tu mujer sea tonta, pasamos mucho tiempo juntos, algo ha de sospechar. –Hizo acopio de valor y continuó con las preguntas: - ¿Has pensado en divorciarte?
- No, no he pensado en divorciarme, ni lo haré nunca.
A Claudia le dio un vuelco el corazón, no esperaba una respuesta tan tajante. Diego le indicó que se sentara junto a él en la cama y se dispuso a contarle lo que no hubiera deseado desvelar, aún sabiendo que, irremediablemente, tendría que contar.
- Berta tiene esclerosis múltiple. Desde hace dos años, está postrada en una silla de ruedas. Como todas las enfermedades degenerativas, va a peor, lenta y dolorosamente –dijo consternado-. Se imagina que voy con mujeres, no sabe que sólo estás tú, eso no lo soportaría. –La miró: - No voy a dejarla nunca, Claudia, nunca. No sé si lo entiendes. No podría hacerlo.
Se había comportado como una vanidosa insensible. No podía creer no haberse dado cuenta de lo mucho que Diego sufría, con todo lo que había hecho por ella y ella no había sido capaz de ayudarlo, ni siquiera había demostrado tener la madurez suficiente como para que Diego le hiciera partícipe de su tragedia. Era una egoísta, una egoísta herida en lo más hondo de su espíritu: no podría tener al hombre que amaba para ella sola, no podría publicarlo a voz en grito jamás. Una relación clandestina, un perverso secreto.
- Entonces, ¿qué esperas de lo nuestro? –sollozó Claudia.
- No espero nada, sólo disfruto cada momento que estamos juntos, deseo que no sea el último y anhelo el siguiente. No puedo esperar más.
Un ambiente de pesar reinaba en el piso. Loli aún estaba deprimida, aunque lo disimulara. Había llegado al estadio en el que reconocía quién era realmente Juan, lo que, lejos de aliviarla, le producía la sensación de haber sido una gran estúpida. Claudia, tras un verano memorable, había pasado a encontrarse triste, abúlica. Desde que Fina había iniciado la relación con Fede, su compañero del mercado, había vuelto a mostrarse contenta y espontánea; pero hacía unos días que caminaba callada y pesarosa por el piso. Los sábados tenían la costumbre de tomarse un aperitivo antes de comer, después de limpiar la casa, para pasar un rato las tres juntas, solas. Este sábado se presentaba silencioso.
- Va, ¿qué os pasa? Lo mío es sobradamente conocido. –Pinchó dos aceitunas y se las metió en la boca. -Mi padre cada día está más contento de que ese cabrón me dejara. A veces creo que tuvo algo que ver. Hasta se lo voy a tener que agradecer y todo –rompió a reír amargamente.
Claudia y Fina seguían calladas. Loli aguijoneó en el brazo con el palillo a Claudia.
- A ver, la señorita enamorada de su jefe, que hable primera. ¡Vamos! –exclamó dando unas palmadas.
Claudia explicó la situación de Diego, la enfermedad de su mujer, la imposibilidad de estar juntos.
- ¡Qué putada, cariño! ¿La tuya es mejor, Fina? –Loli ejercía de moderadora de la sesión de terapia.
- Bueno, no es una putada, pero tampoco es una bicoca, la verdad. Estoy embarazada.
- ¡No jodas! –gritaron las dos amigas a la vez.
- Pero ¿eres tonta o qué? –le increpó Loli -. ¿Tú no sabes que existen unas cosas que se llaman preservativos? –y le propinó un golpecito afectuoso en la cabeza.
- Déjala en paz, no seas burra, Loli. Bastante tiene –Claudia separaba a Loli de la llorosa Fina-. ¿Lo sabe Fede?
- Sí, claro. Lo curioso, es que él está encantado, nunca lo había visto tan contento, ni la primera vez que le hice una mamada. Dice que me quiere, que nos casemos y ya está, él no ve ningún problema.
- Joder, tía. Que tienes 22 años. Vete a Londres. –A Loli se le había ocurrido una gran idea. -Sí, eso: vámonos las tres a Londres, tú abortas y nosotras nos despejamos respirando un poco de niebla. ¿Quién se apunta? –y levantó la mano.
- ¡Qué bestia eres, Loli! Tú qué quieres hacer. Y dime lo que tú quieres, no lo que quiere Fede –le ordenó Claudia.
Fina secó sus lágrimas, retorcía el pañuelo como si en él estuviera la solución, la flecha que le indicara qué camino tomar.
- No lo sé, no lo sé. Quiero a Fede, además, sé que él a mí también. Es un chico majísimo, nos va bien. No me había planteado casarme tan pronto, ni así. No quiero abortar. No se me ocurre mejor padre para mi hijo, -sonrió entre lágrimas- me lo imaginó con el crío en los brazos. Tendríais que verlo, desde que se lo he dicho, sólo habla de nombres, de biberones, de darle el pecho…
- Entonces, ¿te quieres casar? –preguntó Claudia.
- Sí, creo que sí –su bello rostro se iluminó.
- ¡Tenemos boda! ¡Me pido dama de honor! –gritaba Loli mientras correteaba por el comedor.
Claudia y Fina se abrazaron.
XIII
Fina estaba hermosa: una muñeca de porcelana dentro del sencillo traje blanco que resaltaba sus exquisitas facciones. Fede, al verla, tuvo que dedicarse a observar la imagen de San Lorenzo tostándose en la parrilla para no echarse a llorar como un mocoso. Detrás de la cola de la novia, Claudia y Loli, con sendos vestidos azul celeste, lindas guirnaldas para cerrar el cortejo.
La ceremonia transcurrió parsimoniosa, recreándose en los momentos precisos, emocionando a las damas de honor y al novio, mientras la novia irradiaba regocijo. Serena y feliz, así se mostró en la iglesia y después, en el banquete, su risa se oía de fondo como una jubilosa campanilla.
Llegó el momento de repartir los regalitos y los puros, trabajo de las damas de honor que ayudan a la novia. Mesa por mesa, foto tras foto, a Claudia empezaban a dolerle los pies, estaba cansada de tanto posar, de tanto saludo, de tanto besuqueo…
- Hola, Claudia. ¿Cómo estás?
- Hola, bien. ¿Te he dado el puro? –se sobresaltó al reconocer esos ojos chispeantes e inteligentes detrás de las gafas. –Alejandro, ¿qué haces aquí?
- Soy del mismo pueblo que el novio, colegas de toda la vida. Y ¿tú? Estás muy guapa, por cierto.
- Gracias. Soy amiga de la novia, vivíamos juntas las tres en un piso –dijo señalando a Loli que repartía los espejitos con bombones por las mesas-. Te acuerdas de Fina, la novia, y Loli ¿no?
- Me acuerdo mucho de ti –sus ojos brillaron-.
- Voy a seguir repartiendo –dijo un tanto confusa-.
Ni un gesto de Claudia pasó desapercibido para Alejandro que no le apartó la vista ni un instante mientras repartía en el resto de las mesas.
Torpemente, el novio dirigía a la novia en el vals nupcial que abría la pista de baile para todos los invitados. Alejandro no perdió ni un segundo.
- ¿Quieres bailar?
Dejó al pesado borracho, que la llevaba incordiando casi todo el banquete, sentado y sin pareja.
- Gracias, por venirme a rescatar: ya no sabía cómo hacerle entender que me dejara en paz –dijo mientras observaba que era más bajito de lo que recordaba. “Son los tacones”, dedujo.
- Estás increíble, Claudia. Cuando te he visto he recordado muchas cosas. ¿Qué haces? ¿Estás trabajando? –despacio, con tiento, iba cogiéndole la cintura.
- Trabajo en el Ayuntamiento –contestó conteniendo la respiración.
- Supongo que tienes novio.
Tardó en responder.
- No, no tengo novio.
- No me lo puedo creer. ¿Los tíos de hoy en día están tontos o qué les pasa?
- A lo mejor ahora soy demasiado mayor para ellos.
- Cariño –ahora sí la ciñó con temple-, no seas injusta. No podía continuar, me gustabas demasiado, eras una cría, hubiera sido abuso de menores –conforme iba hablándole, se acercaba más y mas a su oído -. Lo entiendes, ¿verdad, asquerosa?
Un escalofrío recorrió su cuerpo para terminar escapándose por sus pezones.
No lograba descifrar por qué se encontraba más mareada si por el alcohol, el bailoteo o el aliento de Alejandro en el cuello. No encontraba el momento de que aquello terminara, no podía marcharse sin despedirse de los novios, de Fina, que, en unas horas, tomaban un avión hacia Madrid para ir a Santo Domingo. Cuando por fin todo acabó y pudieron unirse las tres en un gran abrazo, Alejandro la estaba esperando con el bolso y el abrigo en la puerta del restaurante.
XIV
La calma se quedó en el coche. En cuanto Claudia acertó a abrir la puerta del portal, los seis años de retraso, deseo amontonado, estallaron.
- No espero más, asquerosa –bajito, en un susurro.
La besó con delirio, sin ahorrar impulsos, sin respirar, pues la urgencia convierte los pulmones en anaeróbicos. Como pudo, Claudia se quitó los zapatos con los pies, los cuales agradecieron el contacto frío de las baldosas en contraste con la alta temperatura del resto del organismo. Las manos de Alejandro se perdieron en el busto de Claudia, debajo del ajustado corsé, dejando un seno al descubierto; se perdieron en sus nalgas, levantando el amplio vuelo del vestido azul. Las medias se resistían, aferró la seda con las dos manos y, de un sólo tirón, la rasgó para alcanzar el mínimo tanga. Claudia le agarró las manos y le indicó que subieran al piso. El ascensor se convirtió en un ring, donde dos púgiles se empujan contra las cuerdas del cuadrilátero, con furor, con violencia. Quien los hubiera visto hubiera tenido serias dudas de si lo que allí se estaba librando era una pugna por placer o por tortura, tal era la cólera con la que se besaban y mordían. Tardaron unos segundos en reaccionar tras pararse el ascensor. Entre los dos y a trompicones, recogieron del suelo los zapatos, el bolso, el abrigo, la americana, la corbata, las gafas, y algún pedazo de las medias se debió encontrar la señora de la limpieza al día siguiente. Tuvieron que frenar unos instantes para poder encontrar las llaves y entrar. Tras el pequeño descanso, retornó la pasión desmedida: se arrancaron la camisa, el ya inservible corsé, el sujetador, el cinturón; se liberaron del tanga, del pantalón, del calzoncillo, de la falda.
Desnudos, uno frente al otro, Alejandro la alejó un poco y la admiró con detenimiento. Cuerpo imaginado hasta la saciedad en sus momentos de soledad, hasta el dolor, hasta el arrepentimiento de haberse comportado como un caballero, como un buen hombre que deja pasar la oportunidad de su vida, el momento cumbre de haberla conducido por los senderos del sexo por primera vez. Quería resarcirse como un animal encerrado que lo sueltan tras días de cautiverio con garras afiladas como una navaja. Claudia ya no era esa adolescente apresada en un perturbador cuerpo, era una mujer deslumbrante, maravillosa. Ahora sí era para él, ese era su momento, la cúspide codiciada. Atrapó sus labios con los dientes y se desplomaron sobre la cama. Él se perdía en sus axilas, en sus pechos, en su vientre, en su pubis, embriagado por el aroma de su sudor. La desazón le apremiaba.
“Asquerosa, mi asquerosa”, recogía su oído con avaricia, retenía todo lo posible su sonoridad, consciente, atenta, más que nunca, de que fueran reales, las de verdad, las auténticas palabras, las que abrían la cajita de raso, la de olor a musgo, la de los aleteos. Él, no otro, estaba allí, el amo de sus fantasías onanistas, el primero. Quería demostrarle el error que había cometido años atrás; quería que se lamentara de su abandono, de su menosprecio; quería demostrarle que ya era una adulta, una hembra que iba a hacerle disfrutar plenamente. Se volcó sobre su pene: lo acarició con decisión y cadencia, movimiento allegro acompañado de lametazos en el resplandeciente glande. Alejandro creía que se iba a morir de un infarto si Claudia continuaba. La tomó por los brazos y la acostó boca arriba dispuesto a penetrarla con furia. En su vaivén rozaba enérgicamente el lúbrico clítoris, lo que proporcionaba oleadas de placer a Claudia.
- Dime asquerosa, dímelo –le exigió observando sus ojos que parecían más profundos sin las gafas.
- Asquerosa, asquerosa –jadeante, casi sin aliento, escupiéndole gustosas gotitas en el cuello.
Arañó la fornida espalda que la atrapaba en un sarcófago de gozo al que se asía como si el mundo se fuera a acabar. Orgasmo casi doloroso, explotando en su vientre, erizando cada poro de su piel. Cuando Alejandro se derramó dentro de ella, lo apartó con cuidado y se giró dándole la espalda.
Caprichosas, eran unas caprichosas. Las había vuelto a perder. Malditas mariposas.