martes, 13 de abril de 2010

En busca de las mariposas


Rescatada del fondo del baúl, hace ya tres años:





No te dejes llevar por el título.

No busques mariposas de colores empalagosos.

Busca las que se alojan en tu estómago cuando la persona indicada te acaricia la nuca.











I
No había sido una niña precoz. Loli, la de la tienda de ultramarinos, con trece años ya había besado con lengua; y Fina, “la rubia”, con doce. Ella, con catorce, seguía sin saber cómo debía poner los dientes en un beso con lengua. Era muy aplicada, atenta: espiaba a las parejas de enamorados del parque que se daban el lote en un banco al atardecer. Lo hacía sin que ellos la vieran; no le hacía falta esmerarse en esconderse mucho, pues los observados estaban muy ocupados en meterse mano. En ocasiones, hubiera querido coger apuntes de cómo se sentaba uno encima del otro o de por dónde se perdían las manos entre las ropas, pero tampoco estaba muy segura de que sus notas fueran correctas. ¿Se puede respirar sin dificultad manteniendo tanto rato las bocas juntas? Y ¿si uno de los dos está constipado? La saliva, ¿se tragaba? ¿Sabía él dónde tocar? O, lo que le daba más miedo, ¿sabría ella tocarle a él?
Sus amigas, a parte de los besos con lengua, poca cosa más habían hecho: dejarse tocar las tetas y el culo. Ellas no tocaban, decían que eso era de putas. Claudia no entendía este punto. Si la cosa iba de proporcionarse placer mutuo, ellas también deberían tocarles a ellos, es más, debería apetecerles.
- Tú eres una salida, Claudia. ¿Cómo les vas a tocar allí? – gritaban la de la tienda y la rubia, poniendo caras de asco.
Poco podía argumentarles pues era la que menos experiencia tenía. Además, estaba convencida de ser la menos guapa de las tres. Loli, morena y delgada, atraía mucho a los chicos. Claudia suponía que su forma de vestir tenía mucho que ver en ello. Sus padres le daban todo lo que quería como hija única, aunque no aprobara ni una. Se compraba la ropa en tiendas caras y vanguardistas como “Graffiti”. Claudia entraba pocas veces en esas boutiques y, cuando lograba que su madre le comprara algo, eran las prendas más baratas y las menos modernas. Fina era la más guapa: rubia de ojos azules, la más bajita, y la más dulce. Encantadora, no le hacían falta adornos. Claudia, llena de complejos adolescentes, se avergonzaba de sus pechos que irrumpían siempre sin permiso, pero sabía que su culo enfundado en unos pantalones pitillo tenía bastante éxito. Menos rubia que Fina, menos alta que Loli, se sentía en medio de dos bellezas, sin grandes posibilidades de destacar. Así que callaba y esperaba que llegara el momento en el que algún chico la encontrara atractiva y quisiera besarla.

II
Como más tarde averiguaría Claudia, todo llega en esta vida. Un aburrido y caluroso domingo de verano, comiendo pipas en la plaza Zaragoza, se les acercó un grupo de chavales. A la legua se les veía que no eran de la ciudad, el acento les delataba. Habían venido durante un mes a la Politécnica para un intercambio.
- ¡Ozú, estah huescanah qué guapah zon ¡ ¿Noh invitáih a unah pipah?
El que le hizo tilín a Claudia era un chico alto y delgado, moreno con ojos tristes que se llamaba Fernando. Pero el que se le acercó fue Manuel, alto y un poquito regordete, muy simpático y gracioso, con un ceceo contagioso propio de su ciudad, Málaga. Fernando se mantuvo toda la tarde alejado de ellos dos, mirándolos, sin atreverse a decir nada. Manuel no paraba de hablar y de piropearla: “Tú zí que erez linda, quilla”. Quedaron todos los días del mes de julio que los profesores les dieron permiso. Iban al parque y comían pipas; si tenían dinero, compraban tabaco mentolado y se lo fumaban del tirón. Fernando dejó de ir a los encuentros, según Manuel, echaba mucho de menos su tierra. La ilusión secreta de Claudia era pensar que Fernando, sacrificándose por un buen amigo, había dejado pista libre a Manuel para salir con ella. No lo vio más.
El último viernes del mes fue la despedida, se iban al día siguiente muy temprano. Llegó el momento de subirse en el autobús que los llevaba a la Politécnica. Sin esperarlo, porque Manuel nunca había intentado besarla, cogió su cara entre las manos y metió, casi a la fuerza, la lengua entre los labios apretados de Claudia. Sabor salado y labios cortados. Al reaccionar, dejó que la lengua de Manuel se moviera libremente y se rozara con la suya. La encontró demasiado húmeda, no era desagradable, pero tampoco le entusiasmó. Cuando el autobús se alejaba y ella se despedía con la mano, pensó qué hubiera sentido si ese beso se lo hubiera dado Fernando. Volvió llorando de emoción a contárselo a sus amigas que no habían tenido tanto éxito con el resto de chavales del grupo. Evidentemente, no les dijo que le había decepcionado.




III
Tenían unas ganas locas de cumplir los dieciséis: era la edad en la que se permitía entrar en los pubs. El primer invierno en el que las tres reunieron la exigencia legal, pasaron todos los fines de semana, hasta las diez de la noche, en la zona de los pubs. Empezaron a tomar cubatas: Loli y Fina, güisqui con Coca-cola y Claudia, vodka con limón. En eso no respetaban la normativa, pero los dueños de los establecimientos no eran rígidos con los grupitos de chicas jóvenes que atraían clientela. La paga no daba para mucho, así que debían distribuirla entre el sábado y el domingo o dejarse invitar. En los pubs la gente era diferente que en los bares del Tubo: chicos de los pueblos, con dinero, con coche y sin hora en el reloj. En el “Luces de Bohemia” conoció a Alejandro. Tenía veinte años, eso era lo que más le atraía de él. Era moreno, más bajito que ella; detrás de las gafas, asomaban unos ojos marrones inteligentes y chispeantes. Cuando Alejandro le hablaba al oído, porque la música sonaba alta, Claudia no entendía nada de lo que le decía pero le encantaba sentir su aliento en la oreja. Le llamaba “asquerosa”, lo que a ella le sonaba a gloria. Tardó varios fines de semana, pero al final la besó. Fue un beso largo en un abrazo profundo. No hizo falta que Alejandro se abriera paso hasta su boca, ella se la entregó deseosa. Supo, sin saber, cómo tocarle la lengua con la suya. Su cuerpo se estremeció, deseaba que aquel beso no acabara nunca. Se derritió cuando él apresó con los dientes su labio inferior. Nunca había sentido nada igual. Al separar sus bocas, quedó unos instantes con los ojos cerrados, abrazada a él que acariciaba su cara. Siempre había pensado que las actrices exageraban las escenas románticas, y más tras su primera e inocua experiencia. Le encantó descubrir que lo que ocurría en las películas podía ser verdad. Pero, como averiguaría más tarde, los finales felices sólo tienen cabida en el cine. Alejandro resolvió, a la semana siguiente, demostrando su madurez nunca entendida por Claudia, que era demasiado joven para él, que no podía seguir por ese camino. Lloró, lloró amargamente, se hubiera entregado sin dudar.

IV
El verano estaba siendo insoportable. Aburrido y caluroso, la piscina municipal era el único sitio que enfriaba los ánimos. Aunque Loli parecía tenerlos siempre calientes.
- ¿Os habéis masturbado alguna vez?
La blanquecina piel de Fina se transformó en un tapizado rojo y negó con la cabeza rotundamente. Claudia tampoco lo había hecho, pero no quería quedarse atrás también en esto y mintió.
- ¿A que es una pasada? Correrse con un tío debe ser la leche –y se echó a reír por la ocurrencia.
- Sí, sí, es genial –susurró Claudia.
- El otro día casi me pilla mi madre. Eran las ocho pasadas, hacía un rato que había sonado el despertador. Había soñado con el moreno de los “Pecos”. Bufff –exclamó agitando la mano-. Estaba con él en mi cama haciendo el amor, a punto de metérmela, ya sabéis, y suena el puto despertador. Joder, no podía quedarme así –y volvió a reír tan estrepitosamente que hasta las toallas de alrededor se volvieron a ver qué tenía tanta gracia-. Y entra mi madre a decirme si sabía qué hora era. Le dije que me dejara dos minutos más, que ya me levantaba. Menos mal que se fue, si no, otra vez a medias.
- Y ¿cómo lo haces? –preguntó el cangrejo.
Claudia le agradeció que Fina hiciera la pregunta.
- Todo es cuestión de encontrarse el clítoris. Una vez localizado hay que acariciarlo suavemente con la yema de los dedos, mejor mojados. La práctica te va diciendo cómo. Y ¿tú, Claudia? ¿Cómo lo haces?
- Igual, igual que tú.
Esa noche tenía mucha prisa por irse a dormir. Sus padres sorprendidos de que no quisiera ver “Turno de oficio” le preguntaron si se encontraba bien.
- Sí, sólo me duele un poco la cabeza.
- Tanto tomar el sol, mira que te avisé –le increpó su madre.
Se tapó con la sábana hasta la cara, intentando ocultarse a ella misma la vergüenza que le daba hacer lo que había estado deseando desde que salió de la piscina. Comenzó chupándose el dedo índice y pasó la mano por dentro de sus bragas. Tardó un poco en encontrar la protuberancia que Loli les había explicado. Tras acariciarla unos momentos, notó que creció un poco y lo asoció a un pene diminuto. Pero estaba perdiendo la concentración, tenía que pensar en algo que le excitara. Sí, sí, ya sabía, Miguel Bosé. “No, esto no funciona”. Se lamió el anular, también. Seguía sin surtir efecto. Apareció Fernando, con la camisa de barbero a cuadros tan de moda aquel verano. “Asquerosa”, al oído, tan delicadamente que más que oírlo lo intuyó por la respiración. “Asquerosa”, sintió su sabor y un leve mordisquito en el labio inferior. Desde su clítoris como epicentro, una gran punzada de placer se extendió por todo su cuerpo provocándole un gritito imposible de sofocar.

V
Nunca se había fijado en su vecino. Era un chaval un año mayor que Claudia, pero tan esmirriado y tímido que pasaba desapercibido, incluso cuando utilizaba su propia tintura colorada para esconderse detrás de ella como un chipirón con hemorragias. Al lado de Claudia y de su hermana María, de 14 años, parecía menor, mucho menor.
Una mañana, a la vuelta del instituto, Claudia montó en el ascensor con un chico alto, delgado, moreno, el pelo un poco largo y ondulado y unos inesperados ojos verdes, que le dijo con una voz masculina:
- Hola, Claudia. A comer ¿no?
Claudia no le conocía. ¿Cómo sabe éste mi nombre? De pronto, sonrió y dejó ver su incisivo mellado.
- ¡José Antonio! –exclamó sorprendidísima. - No te conocía, ¿qué, qué…? – no se atrevía preguntarle dónde había dejado su aspecto de oruga enana.
- Parece que el sarampión tiene la culpa. He crecido un poco ¿no? –dijo sonrojándose, la enfermedad no le había hecho perder la timidez.
- Sí, sí, has crecido, sí –contestó distraída, embelesada en esos ojos glaucos.
Entró en su casa pensando cómo no se había dado cuenta nunca de lo guapo que era.
Y cambiaron las tornas. Ahora era ella la que tartamudeaba de una forma tan evidente que el enrojecimiento le hacía arder las orejas cada vez que se encontraban. José Antonio estaba dispuesto a sacar partido de la nueva situación y resarcirse de las burlas de su vecinita, la “súper tetas-súper culo”, que era como la llamaba cuando se masturbaba.
Conocedor de su nuevo poder sobre Claudia, José Antonio esperó el momento oportuno para pedirle salir. De sopetón, sin darle tiempo a pensar siquiera, mientras apretaba el botón del cuarto piso. En medio de un suspiro, ella contestó con un tembloroso sí. Entonces, José Antonio accionó el stop, la cogió por la fina cintura, tal y como lo había ensayado en su habitación, la atrajo hacia él y la besó. Fue un beso atropellado, más de lo que él hubiera querido, pero Claudia sintió su lengua con ímpetu y deseó enredarse con ella. La excitación le obligó a asirle la camisa con tal fuerza que se oyeron crujir las costuras. Fue un beso húmedo, tanto que cuando llegó al sexto piso, Claudia tuvo que limpiarse los labios con el pañuelo.
Quedaron en el portal a las siete de la tarde de un sábado de abril. A y diez, ya habían llegado al parque y se encontraban sentados en uno de aquellos bancos que tan bien conocía Claudia. Les dio igual que todavía hubiera luz, el rincón que José Antonio había elegido estaba bastante escondido entre los pinos, alejado del paseo principal. Casi no habían hablado desde que salieron de casa, pero no hacía falta, los dos sabían a dónde iban y a qué. Una larga tanda de besos con sabor a Colgate rompió los primeros nervios. José Antonio se lanzó a los pechos, pechos tantas veces soñados. Le metió una mano por debajo de la camiseta Levi’s azul cielo. En su impericia, tardó bastante en abrirle el cierre del sujetador. Cuando, por fin, su mano logró tocar el caliente y turgente seno, sintió dolor en su hinchado pene que ya no cabía en el ajustado pantalón. La agarró por el culo y la sentó, con las piernas abiertas, sobre su bragueta. Era la primera vez que Claudia sentía un pene erecto, tuvo curiosidad de saber si era como los de las revistas que había visto, a escondidas de su madre, por supuesto, en el piso de su tío soltero. No muy segura de los movimientos, desató el botón del pantalón y bajó la cremallera. José Antonio respiró entrecortadamente al ser aliviado de la presión y un tanto alucinado de la decisión de su vecinita. Metió la mano en el calzoncillo y encontró rápidamente lo que buscaba. Primero sólo lo oprimía, pero luego descubrió que si lo acariciaba entre sus dedos José Antonio exclamaba: “¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!”. Él no paraba de pellizcar sus pezones e intentar abarcar cada pecho con una mano para amasarlo con fruición, entre besos y mordiscos, entre chupetones en el cuello y en las aréolas. Repentinamente, el pene pareció convulsionar y expelió semen sobre la inexperta mano de Claudia. Ahora creía el rumor a cerca de que la mayoría del semen de las pornos era gel: era igual pero mucho más calentito y sin olor a rosas. Menos mal que Claudia, alérgica previsora, siempre llevaba pañuelos de papel consigo y pudo limpiarse el desaguisado hasta llegar a una fuente.
Pasaron el resto de la tarde tomando unas cervezas. Se rieron de su propia urgencia, pues lo normal hubiera sido empezar por las copas. Volvieron a besarse con más moderación, reteniendo los labios y descubriendo el verdadero sabor de cada uno, ya desaparecido el dentífrico.
- Me gustas desde hace tiempo. Sin embargo, hasta que no pasé el sarampión, ni te enteraste de que yo existía.
Claudia calló. No pudo menos que acariciarle la mejilla y acercar sus labios entreabiertos como señal de arrepentimiento ante tal desconsideración.
Quedaron dos días después. Claudia pensó que ahora le tocaba a ella. No es que no hubiera disfrutado el encuentro anterior, pero quería llegar al orgasmo, un orgasmo provocado por otras manos, como mínimo.
Llegaron al mismo banco, a la misma hora y empezaron con tal ansiedad que pareciera que fuese la primera vez. Le dejó tocar sus pechos, al tiempo que ella acariciaba su pene con más agilidad que la pasada sesión. Pero cuando él intentó sentarla sobre su bragueta, ella se resistió. Le cogió la mano y le marcó el camino desabrochándose el pantalón Lee. José Antonio entendió los deseos de su vecinita y se sentó al revés, pasando las piernas por debajo de la tabla que hacía de respaldo, como si el banco se hubiera transformado en un confidente. Claudia estaba resultando una tía sorprendente, no sólo físicamente, sino como pareja de juegos sexuales, porque, por lo poco que él y sus colegas sabían, las chicas no solían mostrarse tan activas ni explícitas en sus apetencias. Esto ponía a cien a José Antonio que pensó que iba a durar todavía menos. Así que, mientras introducía dos dedos en la vagina de Claudia, obligó a su mente a trasladarse a los exámenes de física y química, o a la liga de fútbol o a cualquier otro lugar que lo pudiera evadir de ese banco. La penetración digital cogió desprevenida a Claudia que dio un respingo. Se acordó de las experiencias que Loli había tenido con su primo y que, con gráficas explicaciones, les había contado. Se relajó e intentó disfrutarla, pero pronto sintió la necesidad de que le estimulara otra zona. Claudia le indicó con su mano el lugar exacto donde ella quería que le rozara, lo que devolvió a José Antonio de su abstracción mental. Ella misma le ayudó impregnándole los dedos con su propia saliva para colocar de nuevo la mano en el sitio adecuado. Estaba impresionado, esta tía iba a acabar con él. Como oía que la respiración de Claudia empezaba a ser entrecortada y acompañada por gemidos, creyó que estaba produciendo el efecto deseado, lo que le hizo sentirse más cómodo. Con su brazo izquierdo, cogió la cabeza de Claudia y la inclinó lo suficiente para poder alcanzar sus labios. Al observar su linda cara, abstraída en su placer, José Antonio la besó y los dos se perdieron en sendos orgasmos.
Claudia se masturbó esa noche entre susurros de Alejandro. El que había sentido con su vecino no había sido igual. Nunca hubiera imaginado que los orgasmos pudieran ser tan diferentes.
A la mañana siguiente, su hermana María entró con ella en el baño y echó el cerrojo. María era el contraste de Claudia: más alta que ella, cabello y tez morenos, pelo corto y ojos negros, se parecía a su padre.
- Tengo que contarte una cosa –le dijo con una vocecita casi inaudible.
- Tía, habla más alto que no te oigo –dijo Claudia bajándose las bragas para orinar.
- Chist, más bajo que no quiero que lo oiga mamá.
Claudia esperaba que su hermana le leyera el último anónimo que hubiera recibido del “Motos”, un compañero de clase que estaba colado por los huesos de María.
- Estoy saliendo con José Antonio.
A Claudia se le escapó de las manos la cadena del váter y gritó:
- ¿Con quién?
- ¡Calla, imbécil! Con José Antonio. ¿A que está como un tren?
- ¡Ese hijo puta, mamón de mierda…!
- Oye, tía, no te sulfures, si a ti no te ha pedido salir, te jorobas.
Claudia puso los ojos en blanco y reprimió el impulso de soltarle un coscorrón a su hermana, pero pensó que ella se lo merecía tanto o más que María pues era la mayor.
- ¿Te ha llevado al banco de los pinos a meterte mano?
Abrió tanto la boca que casi se le desencaja.
- ¿Cómo lo sabes? ¿Nos has seguido?
- No seas tonta. Ha estado saliendo con las dos.
- Mentira, me ha dicho que le gusto mucho.
Claudia no quiso hundir en la miseria a su hermanita y tomó el único camino.
- Es un cabrón y punto –se lavó las manos, salió del baño y dejó a su hermana llorando.
En cuanto estuvo vestida, antes de desayunar, Claudia bajó al cuarto.
- Hola, Marisa. ¿Está José Antonio?
La madre sorprendida gritó el nombre de su hijo.
- Hola, Claudita. Es muy pronto, ¿no te parece? –dijo guiñándole un ojo.
Un seco y contundente bofetón resonó en el rellano. José Antonio la miró irse hacia las escaleras con ojos libidinosos, hasta eso le supo bueno viniendo de Claudita. Al recibir la patada en los huevos de María, no opinó lo mismo.

VI
Loli, como siempre, era la que más fácil lo tuvo. Acabó BUP y llegó a un acuerdo con su padre: se quedó de dependienta en la tienda. El trato iba a ser muy beneficioso para Loli, que se había puesto ella el horario y el sueldo, pero no tanto para su padre. Fina, lo tuvo un poco más difícil. Su madre viuda, se resistía a que el único hijo que le quedaba en casa se fuera. Le hacía chantaje emocional, lo que Fina soportaba a duras penas, pero, cuando Claudia, tras dos intentos, aprobó la plaza del Ayuntamiento, no lo dudó. Cogió las maletas y su mínimo sueldo de empleada del mercado y se fue. La madre de Claudia no pudo seguir poniéndole impedimentos, con 21 años y un sueldo fijo, las excusas se habían terminado.
- A ver qué vais a hacer las tres juntas en un piso –gritaba mientras Claudia recogía sus casetes en la maleta-. Si no sabéis ni freíros un huevo, si sois tres desastres. Luego, no me vengas con la ropa sucia que yo no te la lavaré.
Claudia no le contestó, mamá había perdido la batalla, sólo quedaba abandonar el nido con una sonrisa.
Celebraron la independencia con una fiesta en el piso. Se juntaron, en 60 metros cuadrados, compañeros de Fina, la pandilla del novio de Loli, la hermana de Claudia y sus amigas, alcohol y chocolate. Juan, el novio, fue el que llevó el “consumao”. Conocía un bar de comida rápida que, si entrabas hasta la cocina y preguntabas por Piero, no te servían pizza. Juan era experto en muchas cosas: en porros, en motos, en cubatas, en discos. No en balde era disc-jockey en el pub de moda los fines de semana por la noche, y camarero, el resto de la semana. Era un tipo fanfarrón, rozando la imagen del macarra de barrio, con una moto estruendosa y una voz ronca a fuerza de fumar y beber. Siempre le acompañaban sus gafas de sol y una chupa vaquera. Emulaba a Loquillo, pero le faltaban centímetros y clase para llegar a la altura de su ídolo. Era la pesadilla del padre de Loli y el amo y señor de los sueños de su hija. Claudia no había visto a Loli tan pillada por un tío desde que rompió con su primo hacía dos años.
Fina no tenía novio. Se había enamorado de un soldado que la dejó plantada en cuanto acabó la mili. Fina le había entregado su corazón y a Julián únicamente le interesaron sus ojos azules y su piel marmórea.
- Ten cuidado con Julián –le dijo una vez Claudia-. Éste sólo te quiere para follar, en cuanto acabe la mili, se va y te deja por la que tiene en Salamanca.
Fina se volvió como una fiera:
- A ti lo que te pasa es que estás celosa porque tú todavía eres virgen.
Claudia calló, todo lo que hubiera dicho habría sido utilizado en su contra.
Tras dos meses de encierro en su casa debido a una gran depresión, Fina le dijo a su amiga entre sollozos:
- Tenías razón, Claudia, él no me quería. Siento haberte dicho aquello.
Desde entonces, el vínculo entre ellas dos se estrechó.
Claudia volvía a quedarse detrás de sus amigas en cuanto a experiencias sexuales. Después de su vecino, salió con dos chicos, pero ninguno había sido capaz de excitarla lo suficiente como para querer hacer el amor con ellos. Buscaba la excitación que veía en los ojos de Loli cuando miraba a Juan, o la que vio en los de Fina cada vez que Julián la llamaba “mi rubia”. A Claudia le estimulaba todavía el recuerdo de Alejandro, mucho más que cualquier otra práctica sexual con cualquier otro. Tanto era así, que había sido ella la que había decidido cortar con ellos, decepcionada al no encontrar las mariposas en el estómago. Debieron perdérsele en labios de Alejandro.
La fiesta estaba siendo un éxito, hasta Fina parecía haberse animado y bailaba con un compañero del trabajo. María llevaba un par de cubatas de más y Claudia le dijo que parara, que en poco rato debía regresar a casa; no quería que mamá le echara la culpa de la borrachera de su hermana. A Loli no le sentaba bien el chocolate, pero Juan insistía, le decía que era por falta de práctica, y ella obedecía. Hasta que terminó arrojando en el lavabo.
El incidente le bajó a Claudia el puntito que había cogido y la sumió en una melancolía etílica en donde todo le parecía relativo. Fina estaba besándose con su compañero de curro mientras sonaba Sabina. En una de las habitaciones se había encerrado una pareja del grupo de Juan y, de tanto en tanto, se les oía reír o gemir. Retuvo en sus pulmones todo lo que pudo la calada del enésimo canuto que pasaba por sus manos y pensó que ya valía por hoy.
Fina se fue a la cama acompañada, Loli se había ido a dormirla pronto y Claudia fue la encargada de cerrar la puerta con llave. El piso había quedado hecho un asco, apagó las luces para no verlo. Oyó risas en la habitación de Fina. Sonrió, le alegraba ver a su amiga recuperada de nuevo. Se acostó y, en menos de dos minutos, se quedo frita.
Sabía a madera, madera de roble impregnada de lluvia. Enredó los dedos en el cabello ondulado y buscó los labios. “Cómo me gustas,” y más bajito, casi en un susurro: “asquerosa”. Algo comenzó a revolotearle por las tripas. Abrió los ojos, pero estaba oscuro. Los cerró: dos dedos húmedos acariciaban su clítoris con pericia; primero con suavidad, lentamente, luego, con ritmo y ardor. Una respiración jadeante le mojaba la oreja, lamía su lóbulo y lo chupaba con deleite. Ella, más que oír, intuía: “asquerosa”. Estaba allí, con ella, en su cama. Oyó como se rasgaban el camisón y las bragas. “Qué buena estás”, y bajito, casi en un susurro: “asquerosa”. Un peso le oprimió el estómago. Dejó que le abriera las piernas, dejó que le penetrara, era suya, siempre lo había sido. La penetración fue demasiado rápida, brusca. Volvió a abrir los ojos, pero no vio nada. Conforme el baile se iba acompasando, la vagina se fue lubricando y la irritación se transformó en placer. Oyó como un alarido y el peso se le desplomó encima. Claudia despabiló, sentía presión en sus pulmones y en su repleta vejiga. Apartó el cuerpo que le aplastaba y encendió la luz. Juan estaba boca arriba, ojos cerrados, boca abierta escurriéndole un hilillo de baba. Tuvo que correr para vomitar en el retrete. Hoy tampoco iba a encontrar las mariposas.


VII
Nunca se lo dijo a Loli. Pensó en denunciarlo, en cortarle los cojones, en sacarle los ojos, pero nunca en decírselo a Loli. Hubiera creído que, aprovechando la borrachera que la obligó a retirarse pronto, había seducido a su chico; no hubiera aceptado la verdad. Concluyó guardar silencio y mantenerse lejos de ese mal parido.
Esta decisión le obligó a aguantar las miradas lascivas de Juan y sus indirectas en medio de conversaciones en las que nadie entendía nada excepto Claudia. En cuanto Loli desaparecía de escena, Juan no perdía oportunidad, se acercaba sigilosamente a Claudia, como un zorro a su presa, y le mascullaba al oído las palabras más repugnantes que Claudia jamás había oído. La nausea le salía con fuerza del estómago y le inundaba la boca.
No sólo debía a Juan ya no ser virgen, sino el haber conseguido quitarle las ganas de volver a salir con un hombre. Había dejado de apetecerle; los besos le sabían a alcohol, a hachís y a bilis.
El trabajo se convirtió en su refugio, en su escape diario para desaparecer del piso que se había convertido en una cárcel en donde evitar a Juan era su único objetivo diario. Teclear el ordenador, atender a los ciudadanos, desayunar café con leche y cruasán en la cafetería de los funcionarios, eran sus satisfacciones cotidianas.
Era la quinta vez en el mes que llegaba tarde. Las pesadillas no la abandonaban hasta bien entrada la madrugada, entonces se dormía y no oía el despertador. Colgó su chaqueta en la percha ensayando, en voz baja, la excusa que iba a darle a su jefe.
- No te preocupes, a ti no te va a decir nada –le dijo Isabel, su compañera de la mesa de al lado.
Claudia puso cara de no entender.
- No te hagas la tonta, ya sabes a qué me refiero, a ti, te lo consiente todo.
Según el rumor que corría por la oficina, Diego, el jefe, estaba obnubilado por ella. Claudia parpadeo perpleja. No había sido amonestada a pesar de sus continuos retrasos, lo que era más que raro pues la puntualidad era un precepto sagrado para el jefe que no se lo toleraba a nadie. “Rumores absurdos”, le replicó Claudia. Bastante tenía con sus problemas como para perder tiempo en dar pábulo a habladurías sin fundamento.
- Claudia, puedes venir un momento a mi despacho –le llamó el jefe asustándola.
Claudia miró a Isabel demostrándole con un gesto lo equivocada que estaba en sus suposiciones.
Casado, con dos hijos, cuarenta y tantos, pelo y barba claros sin llegar a rubios, ojos azules grisáceos, metro ochenta, aire de intelectual afianzado por chaquetas de punto con coderas y pantalones de pana, imagen desfasada detrás de una profunda y grave voz. La primera vez que la llamó por su nombre, Claudia se asustó.
- ¿Te pasa algo, Claudia? He perdido la cuenta de las veces que has llegado tarde este mes –le miraba fijamente a los ojos, como si buscara en ellos algo más que una simple respuesta.
- No, no. He de cambiar el despertador, pero nunca me acuerdo de comprar uno nuevo –mintió Claudia mirando al suelo.
- Me vas a obligar a tomar determinaciones que me desagradan, si vuelves a llegar tarde –lo dijo casi disculpándose, en un amigable tono de voz que hizo que Claudia levantara la vista dejando visibles sus pronunciadas ojeras.
- ¿De verdad, no te pasa nada? –casi con dulzura en sus tonos graves.
Estuvo a punto de gritar, de decirle que un cabrón de mierda había destrozado su vida y sus ilusiones, sus ganas y sus deseos.
- Estoy bien. Perdóneme, no volverá a pasar, hoy mismo compro otro reloj. Gracias por su paciencia.
- No me trates de usted, me haces más viejo de lo que soy –asomó una leve sonrisa que proporcionó un toque juvenil a su rostro.
- De acuerdo, Diego –se levantó sin esperar el permiso y salió del despacho.
Embelesado miró su caminar lento y triste, movimiento rítmico con el que balanceaba sus nalgas al compás de sus estilizados hombros.


VIII
En la cafetería, sola en la mesa, pues Isabel tenía que acabar de cumplimentar el recurso de una multa de tráfico, fumaba absorta en los dibujos del caprichoso humo.
- ¿Hoy no desayunas? Toma, necesitas reponer fuerzas –la voz grave con un café con leche humeante volvió a asustarla.
- Gracias, pero espero a Isabel –intentó escabullirse de la invitación. Diego no se dio por aludido y se sentó en la misma mesa.
- Me tienes preocupado. Desde hace unas semanas estás muy distraída en el trabajo, llegas tarde, sacas mala cara. Me gustaría ayudarte; si te pasa algo puedes confiar en mí.
Esos ojos buscaban los de Claudia. Los rehuía, no quería saber nada de hombres y menos de su jefe.
- Ya te he dicho que estoy bien, no me pasa nada –contestó bruscamente para que entendiera lo baldío de su insistencia.
Diego rasgó el sobrecito del azúcar y lo volcó sobre el café con leche, le dio unas vueltas y se lo acercó.
- Toma, se te va a enfriar –ya no dijo más, se quedó callado mirando cómo se tomaba el café y se fumaba el último cigarrillo del paquete. Sólo miraba.
- No eres mi padre, déjame en paz; fuera del curro no eres ni mi jefe.
Silencio, seguía mirándola con una dulzura tan grave como su voz, infinita en su azul. Le cogió la mano delicadamente, quería reconfortarla, que le contara lo que la martirizaba y mudaba sus maravillosos ojos miel en lúgubres callejones sin salida; quería tocar su piel y descubrir que era aún más suave de lo que él había imaginado.
Tenía que sobreponerse, no podía llorar, pero él le sostenía la mano como un objeto frágil, peligrosamente quebradizo, como si quisiera impedir una irremediable fractura. Y se rompió. Un hipo incontrolado la obligó a salir a la calle. Caminó sin rumbo un par de manzanas, paró en seco y se tapó la cara con las manos. Diego la seguía a unos pasos de distancia. Al verla parada, se acercó a ella y la abrazó. Dejó que llorara durante mucho tiempo y, en un total mutismo, acarició su melena. Estar abrazado a ella, oliendo su pelo, compartiendo su pesar, le parecía extraordinario. Se sentía embargado cuando la tenía cerca. Le sucedió la primera vez que la vio al tomar posesión de su plaza en el Ayuntamiento. La belleza de Claudia le pareció espectacular: sus curvas le hicieron dar dos vueltas a la mesa para poder admirarlas mejor. Después pensó en cómo serían los hijos que tuvieran juntos. Lo siguiente que le pasó por la mente fue una imagen explícita de cómo los harían.
Cuando Claudia recobró cierta serenidad, secó su cara con el pañuelo que le dejó Diego y se separó un poco de él. Era una situación embarazosa para ella. Había hecho patente que un grave problema le estaba haciendo la vida imposible y no había podido reprimir su dramático estallido, todo esto, delante de su jefe, nada más y nada menos.
- Lo siento, lo siento mucho. Yo no quería… -gimoteó Claudia.
- No tienes nada por qué pedir perdón –le apartó un mechón de cabello que se le metía en la boca empapada de lágrimas y mocos.
- Estoy un poco nerviosa, eso es todo, no hay más, no hay más –mintió intentando parecer convincente.
- Si no me lo quieres contar, no lo hagas. Entiendo que yo sólo soy tu jefe, casi un desconocido. Pero quiero que sepas que voy a ayudarte, si tú me dejas, lo haré.
Claudia lo miró extrañada.
- ¿Por qué? ¿Por qué te portas así conmigo?
- Sólo intento acercarme a ti, ayudarte, si tú quieres –estaba tan desvalida, hubiera querido protegerla y salvarla de su dolor. Pero sabía que por ahora ya no podía hacer más-. ¿Quieres irte a casa?
Claudia negó con la cabeza. Si se lavaba la cara y volvía al trabajo, se encontraría mejor.
- Prefiero que no nos vean volver juntos, ya rumorean bastante sin haber nada entre nosotros –dijo Claudia, ligeramente recuperada, para sorpresa de Diego.
Diego cerró los ojos, bajó la cabeza y sonrió.
- ¿Tanto se me nota? –preguntó como un quinceañero temeroso.
- Yo no lo había notado, pero parece ser que es lo que se dice en la oficina. Yo no quiero líos, Diego. Por favor –casi fue un ruego, la súplica de un condenado para que su castigo sea breve, un letrero de SOS.
Aquello convenció a Diego: iba a intentar devolverle la alegría. No le importaban las murmuraciones de sus subordinados. Lo que sentía por Claudia no lo había sentido por nadie. Ella le inspiraba ternura, necesidad de protección, deseo, deseo febril, como la primera vez que vio a una mujer desnuda. Anteriormente había visto a su madre, pero, en esa oportunidad, dominó la curiosidad. A los once años acompañó a su padre a llevar el coche a un taller. La pared que no estaba llena de herramientas, estaba forrada de carteles de mujeres desnudas. Las había de todas las razas, colores de pelo y piel, de diferentes tamaños y posturas. Aquella miscelánea casi le mareó: tanta belleza junta era demasiado para un niño de esa edad. Al verlas, no sintió intriga, como cuando vio a su madre, sino ganas de tocarlas, de olerlas, pero sobre todo, de mirarlas, no se hubiera cansado nunca. Una foto en concreto llamó su atención. Era una chica rubia, no un rubio platino, con una melena larga que le tapaba un pecho, el otro lucía apoteósico; en una torsión digna de Laoconte, dejaba ver un fantástico y blanco culo, de donde salían unas piernas interminables que, unos zapatos negros de tacón alto, cortaban. Tuvo su primera erección. Aún ahora, hubiera dado mucho dinero por conseguir aquel póster.

IX
Creyó que se hundía en un pozo sin fondo y sin salida, sin posibilidad de asirse a ningún resquicio. Ahora también en el trabajo debía evitar encontrarse con una persona; había perdido su refugio. Claudia fue al médico que le recetó tranquilizantes para poder dormir y le aconsejó que fuera al psicólogo. La primera noche que tomó las pastillas, durmió de un tirón 8 horas, lo que no conseguía desde hacía más de un mes.
La mañana siguiente transcurrió mucho menos pesadamente que otros días, incluso le hicieron gracia los absurdos chistes de Ismael, el del catastro. A las tres, de mala gana, se dirigía hacia el piso: hoy había comida con el novio de Fina y el de Loli. De pronto, oyó la voz.
- Te veo mucho mejor, Claudia. Me alegro, de veras. Lo único que siento es no haber sido yo el artífice de tu mejoría –le dijo Diego-. Te invito a comer para celebrarlo –había estado cavilando el mejor momento para abordarla desde que lloró en sus brazos.
Claudia tenía presto un no, pero el recuerdo de Juan la hastiaba horriblemente. Un sí cogió desprevenido a Diego que, al ponerse verde el semáforo, no reaccionó y se quedó paralizado en la acera.
- Vamos –le dijo Claudia, a la que se le había abierto el apetito -, conozco un japonés muy bueno cerca de aquí. ¿Te gusta la comida japonesa?
Así hubiera habido que comerse culebras vivas, Diego hubiera ido detrás de ella como un corderito al matadero.
No sabía lo que estaba comiendo, ni siquiera podría haber explicado a qué sabía, ni si le gustaba. Sólo la miraba. Observaba cómo cogía los palillos, con qué destreza los manejaba, como abría su boca y absorbía con sus finos labios los tallarines, pasando, luego, la lengua por ellos. Era todo un espectáculo verla comer, verla beber del vasito de sake, verla limpiarse con la servilleta la pequeña gotita de salsa que se resistía a abandonar la comisura de su boca. Qué hubiera dado por lamérsela lentamente.
- ¿No te gusta el ramen? –la voz de Claudia asustó esta vez al abstraído Diego.
- No sé. Si te soy sincero, no sé que estoy comiendo, pero el caldo es bueno y los tallarines, pues son pasta.
Claudia rió. Ella misma se reconfortó al oírse reír después de tanto tiempo.
- Aunque te veo mucho mejor, todavía no detectó esa luz en tus ojos.
- Estoy pasando un buen rato, no lo estropeemos. ¿Vale?
- Vale –e intentó coger un poco de pasta con los palillos, que se le escurrieron dentro del bol salpicándole la camisa.
Claudia se divertía a costa de la ineptitud de su jefe con los palillos. Se fijó en él por primera vez: le gustaron mucho sus ojos azules que, según como les daba la luz, se tornaban grises, su pelo ondulado casi rubio y su barba, muy cuidada, que ahora se estaba ensuciando con los “malditos tallarines, joder”. Se dio cuenta de que le gustaba su voz, esa voz que le asustaba días atrás, se había vuelto acogedora, amigable. Se encontró tranquila, relajada, disfrutó de la comida, al contrario que Diego, que pidió agobiado un tenedor al camarero nipón.
Como Claudia había insistido en pagar la comida a medias, Diego insistió en invitarla a un café en el “1900”. Por las mañanas servían desayunos, cafés en los medios días y copas por la noche; bar de sesión continúa. Se sentaron en los sofás del fondo, bajo una reproducción de uno de los Nenúfares de Monet. Él pidió un café y una copa de brandy y ella un Cointreau con hielo.
- ¿No quieres café?
- No, que luego no duermo –se le escapó a Claudia.
- ¿Ahora tampoco me lo vas a contar? A lo mejor te ayudaría a solucionarlo del todo –le dijo cariñosamente Diego.
- Qué más quisiera yo –suspiró.
- Si no lo intentas, no lo sabrás –volvió a insistir Diego y le asió quedamente la mano.
No podía con eso. Era tan tentador abrirse y expulsar todo lo que la estaba pudriendo por dentro. Volvía a coger su mano como quien transporta un objeto delicado y valioso, con gran devoción. Tenía que reconocer, que sus atenciones la calmaban tanto o más que las pastillas; imaginó que en sus brazos podría dormir como un bebé.
- Dios mío, no me atrevo a decirlo en voz alta. Es como si todo volviera a ocurrir. No lo soportaré.
Diego se acercó hasta rozar su pierna, le pasó el brazo por el hombro sin soltarle la mano. Muy cerca del oído le dijo:
- Estoy aquí para ayudarte. Lo vamos a soportar entre los dos. Te escucho.
Palabras que abrieron la espita del barril del vinagre, de la bilis contenida, de la impotencia y la rabia, de la culpa, de la vergüenza, del miedo, del dolor, de las lágrimas sin fin y las noches sin dormir. Al acabar, Diego le dio un beso en la mejilla y secó sus lágrimas con tal sedosidad que parecía de terciopelo. Ella recostó la extenuada cabeza sobre su hombro, haberse quedado vacía la consolaba.
Toda la amargura que Claudia había abocado sobre Diego, éste la convirtió en animadversión. Se debatía entre el amor por ella y el odio hacia ese tal Juan.


X
Claudia había encontrado en Diego la única persona a la que podía contarle sus problemas o sus progresos. Diego se mostraba atento y comprensivo, la escuchaba sin emitir ningún juicio, sólo algún beso cálido en la mejilla se escapaba de sus labios. Claudia, además de agradecer estas consideraciones, las necesitaba, era lo único que le proporcionaba paz, seguridad, cobijo. Diego lo sabía, era feliz viéndola abrirse poco a poco, como un cerezo en abril. Sentía verdadera adoración por ella, estaba más que satisfecho, feliz.
Quedaban una vez por semana para comer y desayunaban juntos todos los días. No les importaba en absoluto los cuchicheos de la oficina que se fueron extendiendo como agua derramada. A las preguntas de Isabel, que era la única que se atrevía a hablarle del tema, Claudia contestaba invariablemente: “Somos amigos”. El tiempo que estaban juntos se les iba volando. Comentaban los incidentes del trabajo, las travesuras de los hijos, los progresos con el psicólogo, pero nunca hablaban de la mujer de Diego, era una norma tácita. Al principio, Claudia se desahogaba contándole las impertinencias que tenía que sufrir de Juan, pero, al cabo de poco tiempo, ya ni lo nombraba. Fue tan repentino como su desaparición. Rompió con Loli el día de su cumpleaños, siempre dejando huellas imborrables. Nadie supo porqué. Loli, casi sin poder pronunciar las palabras debido al sofocón, relataba que se lo encontró en el bar de siempre con la cara morada todavía de los golpes de una pelea que, según le explicó someramente Juan, había tenido con dos gorilas de discoteca. A parte de eso y de que, en la reyerta, le destrozaron la moto, no le dio más explicaciones respecto a la ruptura: se había cansado de ella y no quería volverla a ver. El padre de Loli y Claudia lo celebraron tanto como ella lo lloró.
Así pasaron los meses, hasta que llegó el verano. El mes de julio, Diego se fue de vacaciones con su familia. La primera semana, Claudia notó su ausencia como una piedrecita en el zapato, pero a partir de la segunda, no era capaz de concentrarse sin escuchar su voz, sin saberse observada por aquellos ojos. Por primera vez en muchos meses, echaba de menos el tacto de un hombre, el roce de sus labios en la mejilla. Creyó que no lo podría resistir. Llegó el uno de agosto, ahora le tocaba disfrutar a ella su descanso anual. Demasiado inquieta para esperar un mes más, se acercó a la cafetería donde desayunaban cada día los funcionarios del Ayuntamiento y lo esperó. Lo vio entrar, tan rubio y moreno por el sol que sus ojos todavía parecían más azules, más eternos. Esperó que su voz no se hubiera vuelto más profunda por efecto del sol, pues sus oídos no podrían resistirlo.
- Hola, Diego. ¿Cómo han ido las vacaciones? –intentó tapar su impaciencia detrás de una gran sonrisa.
- ¡Claudia!
Se acercaron y reprimieron muestras de afecto mutuas, conscientes de ser observados. Se limitaron a sentarse en una mesa y desayunar.
- Te echado mucho de menos –susurró Claudia.
Diego se la comía con los ojos. Y Claudia vio en ellos un trocito del mar Mediterráneo.
- ¿Quedamos para comer?
A las dos y media en punto, Claudia había llegado al restaurante japonés. Diego había propuesto ir allí, lo que Claudia no entendía después de las dificultades que tuvo al tomarse el ramen la única vez que habían estado. Cómo no, llegó puntual. Diego la vio hermosa como nunca: el pelo suelto, cubriendo sus hombros desnudos, preludio de sus magníficos pechos escondidos detrás de una camiseta de tirantes verde adornada con lentejuelas plateadas. Al levantarse, para recibirlo, vio, sólo por unas décimas de segundo, su ombligo que asomaba en el centro del vientre liso, apretado dentro del pantalón vaquero. Cogió su cara entre las manos, unas imperceptibles ojeras bordeaban dos círculos ámbar con puntitas verdes que le miraban como una niña que acabara de encontrar a su perrito perdido. No pudo más, pensó que iba a perder la confianza de Claudia, la confianza que tantos meses le había costado cultivar, pero no pudo más. Abarcó con la boca sus labios, absorbiéndolos despacio, degustando, por fin, el buqué anhelado, rozando la puerta prohibida. La miró, quería observar qué reacción había provocado en ella. Los ojos de Claudia se habían inundado: la boca de Diego no le sabía a alcohol, ni a hachís, ni a bilis. “Otra vez”, musitó. Y entonces sí, abrió la puerta de par en par, se introdujo hasta dentro, buscando fundirse con su lengua y ahogarse en su saliva. Ante la mirada atónita del camarero nipón que se disponía a atenderlos, palillos en ristre, se fueron del restaurante sin comer.



XI
Desconocía que Diego viviera tan cerca del restaurante japonés, a una manzana escasa. Al subir en el ascensor, a Claudia se le ocurrió preguntarle:
- Y ¿tu familia?
- Están en la playa todavía –se lo dijo al oído, tan cerca de ella que la rozaba con su brazo, que la respiración hacía oscilar mechones de pelo por su cara, que podía oler sus pensamientos, sus nervios.
- Tranquila, cariño –le susurró domando las ganas de abrazarla hasta llegar a su casa por posibles encuentros con los vecinos.
Vivía en un espacioso piso, con pasillos anchos que todavía daban más sensación de grandeza a la vivienda. Al oír como cerraba la puerta con llave, Claudia empezó a temblar. Diego la abrazó; como no se apaciguaba, la cogió en volandas y la llevó al dormitorio, la tumbó sobre la cama y se acostó a su lado. Le pasó un brazo por su cintura.
- No voy a forzarte a nada. Podemos quedarnos toda la tarde aquí, echados sin más. Haremos lo que tú quieras, sólo lo que tú quieras.
- No sé si… Lo siento, -giró la cara para encontrarse con la de Diego que la abrazaba también con la mirada- no quiero que pienses que te he hecho subir para nada. Yo quiero, necesito hacerlo…
Diego tapó su boca con los labios observando cómo parecía disfrutar al sentirlos. Quería verla continuamente, pasara lo que pasara, no quería perderse ni un momento de lo que tuviera que suceder, había estado muchos días esperando, tejiendo su red de algodón para que ella cayera rendida y se mostrara desnuda, plena, espléndida ante él. Claudia se giró hacia él, se acurrucó como un gato abandonado, tiritando ligeramente, ronroneando en su cuello:
- Me gusta tu olor, hueles a pino, a corteza de pino recién arañada, a sal de mar. Dame un poco de tiempo, sólo un poco más…
- Calla, no hables –acariciaba su pelo, la otra mano viajaba por la columna vertebral de Claudia, arriba y abajo, sutilmente, haciendo hincapié en los huecos entre una y otra vértebra, palpando cada milímetro de su piel por debajo de camiseta. A pesar de que el deseo se le acumulaba dentro de su pantalón, sabía que tenía de esperar un poco más, tan sólo un poco más.
Quería hacerlo con él más que nada en el mundo. Tenía que saber si era capaz de volver a tener ganas, de volver a sentir deseo por un hombre. En el japonés se hubiera entregado a él ahí mismo y, ahora, en la cama, solos los dos, anhelantes el uno del otro, tenía miedo, un miedo atroz que entumecía sus huesos, pavor a sentir placer y estar siendo engañada, equivocada, violada. No quería pensar en eso, debía huir de esa nefasta imagen. Frío, el calor aparecía sólo en la parte de su piel que Diego acariciaba.
- Tócame, Diego -dijo de pronto.
Abordó la espalda, los omoplatos, la curva cóncava de los riñones y la convexa de sus nalgas por encima de la ropa.
- Espera –Claudia empezó a desnudarse. Primero los zuecos que lanzó al suelo, la camiseta de tirantes, luego el sujetador, el pantalón y las bragas -. Ahora.
Diego no daba crédito: era un hada sin alas, la chica del póster en su cama. Tuvo que ganar el pulso a lo que bombeaba entre sus piernas para no abalanzarse sobre ella y penetrarla sin más. Secó las palmas de las manos en el pantalón y comenzó a acariciarla. Primero, los pies, largos y huesudos, con diminutas uñas pintadas en rosa palo; las extremadamente suaves pantorrillas; las redondas rodillas; los apretados muslos; el pubis escondido entre las piernas; la llanura del vientre; el pozo de su ombligo; la hondonada del estómago; los increíbles montículos de sus pechos con pináculos sonrosados; estilizado cuello; la barbilla pronunciada y decidida; labios por los que no pudo menos que pasar su sedienta lengua; batientes orificios de la nariz; ojos cerrados en constante bullir; cejas armoniosas; frente, un poquito arrugada; elegantes orejas con zarcillos plateados; nuca cubierta de terso vello; tocó sus hombros con los labios y la ladeó, para poder continuar por su estupenda espalda; los delgados brazos; las heladas manos; la parábola de la cintura; la de su hermoso culo, que no se reprimió en mordisquear tenuemente; y otra vez las ilimitadas piernas. Se colocó muy despacio sobre ella, para transmitirle todo el calor que pudiera. Le lamía la nuca, los pelillos rubios le hacían cosquillas en la lengua.
- Creo que estoy preparada.
No ocultó su prisa, aceleradamente, Diego se desnudó y se quedó echado a su lado expectante ante la siguiente indicación. Claudia volvió a acurrucarse en él. Le besaba el cuello, el pecho, el cuello y se acercó a su boca para comprobar que no le repelería un amargor de hiel. La lengua de Diego sabía a hombre, a sal y azúcar, a agua de mar, a paciencia, a deseo, a excitación. Se abandonó completamente.
Fue entonces, cuando él tomo el mando de la situación y, con gestos resueltos, pero exquisitos a un tiempo, empezó a dejar brotar todo lo contenido que estaba siendo rozado por el ya cálido vientre de Claudia. Intentó cubrir los pechos con las manos, oprimiéndolos, tentando con las yemas los duros pezones. Se deslizó hasta ellos para sorberlos, para retroceder treinta y tantos años y marearse en el maremagno de carteles del taller. Más abajo buscó, husmeando como un perro, el rastro que inconfundiblemente le iba a guiar hasta la recompensa, hasta el principio y el fin, hasta la materialización de sus sueños. Lo encuentra, mete su nariz y aspira, reteniendo el aroma entre agrio y dulzón, lo palpa, lo abre y lo lengüetea con la avidez de quien no ha bebido en una travesía por el desierto ni una gota de líquido.
Claudia ha conseguido no pensar, pasea su mente por un bosque de hayas, con senderos cubiertos de musgo, donde la humedad recubre los troncos y las hojas. Entre el verde follaje, algo revolotea ágil, diminuto, de vivos colores. Se acerca a ella, veloz, brillando con los reflejos del rocío que tintinean en sus alas. Se cuela entre sus piernas, atraviesa su clítoris y llega a su interior, revoloteando, revoloteando…
La señal esperada suena: un chillido agudo, surgido desde las propias entrañas de Claudia, colma la habitación. Diego asciende por sus llanuras y valles, sus concavidades lunares, sus montes de perdición, su boca entreabierta que parece insaciable, tan jugosa. La penetra con el cuidado de un cirujano trazando una incisión, lentamente, sin dejar de ver esos ojos abiertos que lloran, que vuelven a desear y a emocionarse. Diego aguanta el peso con los brazos, no quiere apresarla bajo su cuerpo, pero ella lo abraza, lo atrae hacia sí, le rodea con sus piernas.
- Sí, Diego, sí – le incita jadeante.
En los iris de Claudia intuye una ventana que acabará con el callejón sin salida, que al abrirla eclosionará en destellos y estremecimientos.
Desbordado, extasiado, exhausto, cae sobre ella mordiéndole los labios sin ser consciente del vigor que emplea. Gusto salino que le hace regresar de su goce.
- Perdona, cariño, te he hecho sangre –exclama pesaroso.
Claudia pasa la lengua por la pequeña herida.
- No importa.
El resto de la tarde, durmieron enlazados como la hiedra a una celosía.

XII
Desaparecieron las pastillas y las visitas al psicólogo. La alegría regresó junto con las mariposas que anidaron a menudo ese mes de agosto en el piso de Diego. Pero, como podría comprobar más tarde, aunque no con la misma velocidad, todo acaba, lo malo y lo bueno, como las películas románticas, como los besos, como el dolor, como el verano.
- ¿Qué opina tu mujer de lo nuestro? –preguntó Claudia mientras se vestía.
Diego no contestaba, recogía los calcetines desperdigados por la habitación del hotel. Claudia insistió:
- ¿Qué opina, Diego?
- Ella no sabe nada –pronunció escueto.
- ¿No sabe nada? –exclamó extrañada-. No me lo creo, no creo que tu mujer sea tonta, pasamos mucho tiempo juntos, algo ha de sospechar. –Hizo acopio de valor y continuó con las preguntas: - ¿Has pensado en divorciarte?
- No, no he pensado en divorciarme, ni lo haré nunca.
A Claudia le dio un vuelco el corazón, no esperaba una respuesta tan tajante. Diego le indicó que se sentara junto a él en la cama y se dispuso a contarle lo que no hubiera deseado desvelar, aún sabiendo que, irremediablemente, tendría que contar.
- Berta tiene esclerosis múltiple. Desde hace dos años, está postrada en una silla de ruedas. Como todas las enfermedades degenerativas, va a peor, lenta y dolorosamente –dijo consternado-. Se imagina que voy con mujeres, no sabe que sólo estás tú, eso no lo soportaría. –La miró: - No voy a dejarla nunca, Claudia, nunca. No sé si lo entiendes. No podría hacerlo.
Se había comportado como una vanidosa insensible. No podía creer no haberse dado cuenta de lo mucho que Diego sufría, con todo lo que había hecho por ella y ella no había sido capaz de ayudarlo, ni siquiera había demostrado tener la madurez suficiente como para que Diego le hiciera partícipe de su tragedia. Era una egoísta, una egoísta herida en lo más hondo de su espíritu: no podría tener al hombre que amaba para ella sola, no podría publicarlo a voz en grito jamás. Una relación clandestina, un perverso secreto.
- Entonces, ¿qué esperas de lo nuestro? –sollozó Claudia.
- No espero nada, sólo disfruto cada momento que estamos juntos, deseo que no sea el último y anhelo el siguiente. No puedo esperar más.
Un ambiente de pesar reinaba en el piso. Loli aún estaba deprimida, aunque lo disimulara. Había llegado al estadio en el que reconocía quién era realmente Juan, lo que, lejos de aliviarla, le producía la sensación de haber sido una gran estúpida. Claudia, tras un verano memorable, había pasado a encontrarse triste, abúlica. Desde que Fina había iniciado la relación con Fede, su compañero del mercado, había vuelto a mostrarse contenta y espontánea; pero hacía unos días que caminaba callada y pesarosa por el piso. Los sábados tenían la costumbre de tomarse un aperitivo antes de comer, después de limpiar la casa, para pasar un rato las tres juntas, solas. Este sábado se presentaba silencioso.
- Va, ¿qué os pasa? Lo mío es sobradamente conocido. –Pinchó dos aceitunas y se las metió en la boca. -Mi padre cada día está más contento de que ese cabrón me dejara. A veces creo que tuvo algo que ver. Hasta se lo voy a tener que agradecer y todo –rompió a reír amargamente.
Claudia y Fina seguían calladas. Loli aguijoneó en el brazo con el palillo a Claudia.
- A ver, la señorita enamorada de su jefe, que hable primera. ¡Vamos! –exclamó dando unas palmadas.
Claudia explicó la situación de Diego, la enfermedad de su mujer, la imposibilidad de estar juntos.
- ¡Qué putada, cariño! ¿La tuya es mejor, Fina? –Loli ejercía de moderadora de la sesión de terapia.
- Bueno, no es una putada, pero tampoco es una bicoca, la verdad. Estoy embarazada.
- ¡No jodas! –gritaron las dos amigas a la vez.
- Pero ¿eres tonta o qué? –le increpó Loli -. ¿Tú no sabes que existen unas cosas que se llaman preservativos? –y le propinó un golpecito afectuoso en la cabeza.
- Déjala en paz, no seas burra, Loli. Bastante tiene –Claudia separaba a Loli de la llorosa Fina-. ¿Lo sabe Fede?
- Sí, claro. Lo curioso, es que él está encantado, nunca lo había visto tan contento, ni la primera vez que le hice una mamada. Dice que me quiere, que nos casemos y ya está, él no ve ningún problema.
- Joder, tía. Que tienes 22 años. Vete a Londres. –A Loli se le había ocurrido una gran idea. -Sí, eso: vámonos las tres a Londres, tú abortas y nosotras nos despejamos respirando un poco de niebla. ¿Quién se apunta? –y levantó la mano.
- ¡Qué bestia eres, Loli! Tú qué quieres hacer. Y dime lo que tú quieres, no lo que quiere Fede –le ordenó Claudia.
Fina secó sus lágrimas, retorcía el pañuelo como si en él estuviera la solución, la flecha que le indicara qué camino tomar.
- No lo sé, no lo sé. Quiero a Fede, además, sé que él a mí también. Es un chico majísimo, nos va bien. No me había planteado casarme tan pronto, ni así. No quiero abortar. No se me ocurre mejor padre para mi hijo, -sonrió entre lágrimas- me lo imaginó con el crío en los brazos. Tendríais que verlo, desde que se lo he dicho, sólo habla de nombres, de biberones, de darle el pecho…
- Entonces, ¿te quieres casar? –preguntó Claudia.
- Sí, creo que sí –su bello rostro se iluminó.
- ¡Tenemos boda! ¡Me pido dama de honor! –gritaba Loli mientras correteaba por el comedor.
Claudia y Fina se abrazaron.

XIII
Fina estaba hermosa: una muñeca de porcelana dentro del sencillo traje blanco que resaltaba sus exquisitas facciones. Fede, al verla, tuvo que dedicarse a observar la imagen de San Lorenzo tostándose en la parrilla para no echarse a llorar como un mocoso. Detrás de la cola de la novia, Claudia y Loli, con sendos vestidos azul celeste, lindas guirnaldas para cerrar el cortejo.
La ceremonia transcurrió parsimoniosa, recreándose en los momentos precisos, emocionando a las damas de honor y al novio, mientras la novia irradiaba regocijo. Serena y feliz, así se mostró en la iglesia y después, en el banquete, su risa se oía de fondo como una jubilosa campanilla.
Llegó el momento de repartir los regalitos y los puros, trabajo de las damas de honor que ayudan a la novia. Mesa por mesa, foto tras foto, a Claudia empezaban a dolerle los pies, estaba cansada de tanto posar, de tanto saludo, de tanto besuqueo…
- Hola, Claudia. ¿Cómo estás?
- Hola, bien. ¿Te he dado el puro? –se sobresaltó al reconocer esos ojos chispeantes e inteligentes detrás de las gafas. –Alejandro, ¿qué haces aquí?
- Soy del mismo pueblo que el novio, colegas de toda la vida. Y ¿tú? Estás muy guapa, por cierto.
- Gracias. Soy amiga de la novia, vivíamos juntas las tres en un piso –dijo señalando a Loli que repartía los espejitos con bombones por las mesas-. Te acuerdas de Fina, la novia, y Loli ¿no?
- Me acuerdo mucho de ti –sus ojos brillaron-.
- Voy a seguir repartiendo –dijo un tanto confusa-.
Ni un gesto de Claudia pasó desapercibido para Alejandro que no le apartó la vista ni un instante mientras repartía en el resto de las mesas.
Torpemente, el novio dirigía a la novia en el vals nupcial que abría la pista de baile para todos los invitados. Alejandro no perdió ni un segundo.
- ¿Quieres bailar?
Dejó al pesado borracho, que la llevaba incordiando casi todo el banquete, sentado y sin pareja.
- Gracias, por venirme a rescatar: ya no sabía cómo hacerle entender que me dejara en paz –dijo mientras observaba que era más bajito de lo que recordaba. “Son los tacones”, dedujo.
- Estás increíble, Claudia. Cuando te he visto he recordado muchas cosas. ¿Qué haces? ¿Estás trabajando? –despacio, con tiento, iba cogiéndole la cintura.
- Trabajo en el Ayuntamiento –contestó conteniendo la respiración.
- Supongo que tienes novio.
Tardó en responder.
- No, no tengo novio.
- No me lo puedo creer. ¿Los tíos de hoy en día están tontos o qué les pasa?
- A lo mejor ahora soy demasiado mayor para ellos.
- Cariño –ahora sí la ciñó con temple-, no seas injusta. No podía continuar, me gustabas demasiado, eras una cría, hubiera sido abuso de menores –conforme iba hablándole, se acercaba más y mas a su oído -. Lo entiendes, ¿verdad, asquerosa?
Un escalofrío recorrió su cuerpo para terminar escapándose por sus pezones.
No lograba descifrar por qué se encontraba más mareada si por el alcohol, el bailoteo o el aliento de Alejandro en el cuello. No encontraba el momento de que aquello terminara, no podía marcharse sin despedirse de los novios, de Fina, que, en unas horas, tomaban un avión hacia Madrid para ir a Santo Domingo. Cuando por fin todo acabó y pudieron unirse las tres en un gran abrazo, Alejandro la estaba esperando con el bolso y el abrigo en la puerta del restaurante.

XIV
La calma se quedó en el coche. En cuanto Claudia acertó a abrir la puerta del portal, los seis años de retraso, deseo amontonado, estallaron.
- No espero más, asquerosa –bajito, en un susurro.
La besó con delirio, sin ahorrar impulsos, sin respirar, pues la urgencia convierte los pulmones en anaeróbicos. Como pudo, Claudia se quitó los zapatos con los pies, los cuales agradecieron el contacto frío de las baldosas en contraste con la alta temperatura del resto del organismo. Las manos de Alejandro se perdieron en el busto de Claudia, debajo del ajustado corsé, dejando un seno al descubierto; se perdieron en sus nalgas, levantando el amplio vuelo del vestido azul. Las medias se resistían, aferró la seda con las dos manos y, de un sólo tirón, la rasgó para alcanzar el mínimo tanga. Claudia le agarró las manos y le indicó que subieran al piso. El ascensor se convirtió en un ring, donde dos púgiles se empujan contra las cuerdas del cuadrilátero, con furor, con violencia. Quien los hubiera visto hubiera tenido serias dudas de si lo que allí se estaba librando era una pugna por placer o por tortura, tal era la cólera con la que se besaban y mordían. Tardaron unos segundos en reaccionar tras pararse el ascensor. Entre los dos y a trompicones, recogieron del suelo los zapatos, el bolso, el abrigo, la americana, la corbata, las gafas, y algún pedazo de las medias se debió encontrar la señora de la limpieza al día siguiente. Tuvieron que frenar unos instantes para poder encontrar las llaves y entrar. Tras el pequeño descanso, retornó la pasión desmedida: se arrancaron la camisa, el ya inservible corsé, el sujetador, el cinturón; se liberaron del tanga, del pantalón, del calzoncillo, de la falda.
Desnudos, uno frente al otro, Alejandro la alejó un poco y la admiró con detenimiento. Cuerpo imaginado hasta la saciedad en sus momentos de soledad, hasta el dolor, hasta el arrepentimiento de haberse comportado como un caballero, como un buen hombre que deja pasar la oportunidad de su vida, el momento cumbre de haberla conducido por los senderos del sexo por primera vez. Quería resarcirse como un animal encerrado que lo sueltan tras días de cautiverio con garras afiladas como una navaja. Claudia ya no era esa adolescente apresada en un perturbador cuerpo, era una mujer deslumbrante, maravillosa. Ahora sí era para él, ese era su momento, la cúspide codiciada. Atrapó sus labios con los dientes y se desplomaron sobre la cama. Él se perdía en sus axilas, en sus pechos, en su vientre, en su pubis, embriagado por el aroma de su sudor. La desazón le apremiaba.
“Asquerosa, mi asquerosa”, recogía su oído con avaricia, retenía todo lo posible su sonoridad, consciente, atenta, más que nunca, de que fueran reales, las de verdad, las auténticas palabras, las que abrían la cajita de raso, la de olor a musgo, la de los aleteos. Él, no otro, estaba allí, el amo de sus fantasías onanistas, el primero. Quería demostrarle el error que había cometido años atrás; quería que se lamentara de su abandono, de su menosprecio; quería demostrarle que ya era una adulta, una hembra que iba a hacerle disfrutar plenamente. Se volcó sobre su pene: lo acarició con decisión y cadencia, movimiento allegro acompañado de lametazos en el resplandeciente glande. Alejandro creía que se iba a morir de un infarto si Claudia continuaba. La tomó por los brazos y la acostó boca arriba dispuesto a penetrarla con furia. En su vaivén rozaba enérgicamente el lúbrico clítoris, lo que proporcionaba oleadas de placer a Claudia.
- Dime asquerosa, dímelo –le exigió observando sus ojos que parecían más profundos sin las gafas.
- Asquerosa, asquerosa –jadeante, casi sin aliento, escupiéndole gustosas gotitas en el cuello.
Arañó la fornida espalda que la atrapaba en un sarcófago de gozo al que se asía como si el mundo se fuera a acabar. Orgasmo casi doloroso, explotando en su vientre, erizando cada poro de su piel. Cuando Alejandro se derramó dentro de ella, lo apartó con cuidado y se giró dándole la espalda.
Caprichosas, eran unas caprichosas. Las había vuelto a perder. Malditas mariposas.



© Anabel

miércoles, 13 de febrero de 2008

Rojo sobre Azul o Seda Rosa



New York, años 40.

Todo el color del blanco y negro de unos ojos que observan detrás de una cortina de humo.

I
La habitación estaba cubierta por un salpullido rojo intenso sobre el azul cielo del papel de las paredes y el color sepia de los cuadros con dibujos de bailarinas. Era un dormitorio de clase alta, con sus muebles de madera maciza y telas de calidad, nada de las fibras sintéticas que acababan de salir al mercado. De esos detalles, que para otros detectives pasaban desapercibidos, el detective Newman había aprendido, en sus casi quince años de servicio, que podía obtener mucha información. Observaba las escenas de los crímenes tras la cortina de humo de su cigarrillo. Esa impresión de irrealidad, de distorsión de la imagen, le proporcionaba la distancia necesaria para poder afrontar el caso con la mayor objetividad posible. Se acercó a la cama. El desafortunado Paul Templeton estaba desnudo tendido boca abajo. Newman ladeó su sombrero para poder estudiar mejor la posición del cuerpo. Tenía las manos y los pies atados a la cama con cintas de raso rosa. Le habían ligado demasiado fuerte ya que tenía unos incipientes moratones en las muñecas y los tobillos. Se había dejado atar: se habían entretenido en sujetarlo enérgicamente y en hacer unas bonitas lazadas en cada extremidad. Contó las incisiones que había sobre el cuerpo ensangrentado. Una, dos, tres, cuatro… hasta doce. Toda la espalda y las nalgas estaban cubiertas de unas brechas de unos cuatro centímetros por las que había brotado mucha sangre. El arma debía tener un buen filo y una hoja bastante grande.
- Detective, mire.
El agente había encontrado debajo de la cama un cuchillo cebollero con una cuchilla de la medida exacta de los cortes, impregnado de sangre.
- Compruebe si falta algún cuchillo en la cocina. Cuidado con las huellas.
- Sí, señor.
El agente de policía obedeció raudo las órdenes dadas por el detective. Sacó las manos de los bolsillos de la gabardina y cogió la foto de bodas que estaba sobre la mesilla. Allí pudo observar a Paul vestido de frac, gordinflón y sonrosado, cincuenta años, contento, parecía un hombre afable, al lado de su bella y joven esposa. Rubia, melena ondulada tapándole la mitad de la cara y dejando al descubierto un ojo hipnotizador en verde y unos labios carnosos en rojo sangre. No parecía contenta ni triste, su rostro era frío como el hielo, pero atraía como un imán. Se dirigió hacia el secreter; como no encontraba la llave, sacó un pequeño ganchillo de un estuche de piel que guardaba en el bolsillo de la gabardina y lo abrió. Ojeó las cartas, las facturas, las libretas de los bancos… Desde luego las empresas de la construcción daban pingües beneficios, el difunto señor Templeton estaba forrado. Abrió la agenda y repasó la última semana. Las mayúsculas MP habían llamado poderosamente su atención ya que aparecían repetidas veces y a diferentes horas, incluso en ese mismo día a las 13'30. Dejó todo sin ordenar en el mueble, dio otro vistazo general a la habitación y salió.
Mientras bajaba las escaleras, escribió en su block de notas garabatos ilegibles para cualquier otro. Apagó lo que quedaba de su cigarro en un cenicero del hall y se fue directo al salón donde la serena viuda estaba sentada en un enorme sofá con estampado de flores rodeada de agentes. La luz de una lámpara de pie al lado del sofá alumbraba únicamente a la mujer vestida con un salto de cama azul, azul cielo. Se quitó el sombrero y se acercó hacia ella. La señora Templeton le miró fijamente, sin parpadear, no le impresionaba en absoluto el detective más reconocido de toda la comisaria sexta del distrito norte de New York. ¿Por qué había de impresionarle? Fue ella quien llamó a la policía.
- Señora Templeton, ¿puedo hacerle unas preguntas antes de ir a la comisaria?
Le mantenía la mirada. No había ni un rastro de lágrimas en su rostro, ni de dolor, ni de arrepentimiento, de nada, era un busto marmóreo.
- Por supuesto, capitán, haga lo que tenga que hacer.
- Detective, señora, soy el detective Charles Newman. ¿Fuma?
Asintió con la cabeza. Charles sacó su cajetilla de tabaco, le ofreció uno, se puso otro en la boca, encendió un fósforo y se lo acerco al pulido mármol. Sólo entonces ella bajó la mirada hacia el cigarrillo, cerró los ojos, absorbió el fuego que se comía el cigarrillo, inclinó la cabeza con su dorada melena hacia atrás y expulsó el humo lentamente. Sus dedos índice y pulgar de la mano derecha recogieron una pequeña mota de tabaco que había quedado en su lengua, está sí, húmeda.
- Supongo que mi compañero le explicó que tiene derecho a un abogado y que todo lo que diga podrá ser utilizado en su contra.
- Sí, lo sé, pero no quiero abogado.
- Tal vez deba pensarlo, es un delito muy grave.
- Pregunte lo que quiera señor Newman, no quiero abogado, soy culpable.
- Usted llamó a las dos de la madrugada a la policía para decir que había matado a su esposo; al agente que la entrevistó antes le dijo que lo había matado porque le era infiel –la señora Templeton asentía con la cabeza-. ¿Fue ese el motivo?
- Dilapidaba nuestro dinero en prostíbulos, no pude soportar su deslealtad, su falta de respeto.
- ¿Planeó usted lo que iba a hacer?
- Sí, hoy era nuestro aniversario de bodas. Le dije que no quería ir a ningún sitio, que me apetecía quedarme en casa. Preparé una cena como a él le gustaba: pastel de verduras, pavo relleno, confitura de arándanos, puré de patata y tarta de manzana. Cuando acabó de cenar, deberían ser las diez y media, estaba un poco bebido. Así que no me fue difícil convencerlo para que se tumbara boca abajo en la cama y de que se dejara atar. A él le gustaban este tipo de juegos –hizo una pausa, volvió a darle una intensa calada al cigarrillo y devolvió los ojos a los del detective-. El resto ya lo sabe.
- No, señora, no lo sé. Dígamelo usted, necesito que me lo cuente.
- Ya antes había dejado el cuchillo de cocina debajo de la cama y, una vez atado, me puse encima de el a horcajadas y empecé a acuchillarlo una vez tras otra –ni un músculo se movió en la cara de Sara Templeton al pronunciar estas palabras.
- ¿Cuántas veces?
- No lo recuerdo.
- ¿A qué hora?
- No lo sé, perdí la noción del tiempo. Acabé exhausta y no sé cuánto tarde en llamarlos.
- ¿Me puede enseñar las manos, señora?
Sara se colocó el cilindro humeante en los labios y le extendió las manos al detective Newman. Eran manos blancas como su bello rostro, a juego con toda la anatomía: uñas arregladas, largas, pintadas de un granate intenso, ni una sola estaba rota o desconchada; las palmas limpias; la parte del envés de las uñas no tenían ni una mota de polvo, ni un nimio tono de rojo; manos impolutas, alargadas, sensuales y delicadas.
- Tiene usted mucha fuerza para atar así a su marido, señora Templeton, y para atestarle tantas puñaladas seguidas.
La señora no contestó, volvió a absorber el humo con avidez y expulsarlo de tal manera que al detective Newman le pareció el gesto más sensual del mundo.
- ¿Puede decirme qué significan para usted las iníciales MP?
Sara Templeton tardó un par de segundos en contestar.
- No, no tengo ni idea.
Esta vez ocultó sus ojos tras una larga bocanada de humo.
- ¿Quiere cambiar su declaración, señora?
- No.
- ¿Sabe que le pueden condenar a cadena perpetua?
- Sí.
Newman hizo un gesto y todos se pusieron en marcha: había que irse a la comisaría con la detenida. El suave tacto de la piel de la señora Templeton hizo titubear al detective al ponerle las esposas.


II
Newman había pasado tres días de intenso trabajo hablando con familiares, amigos y empleados de los Templeton. Todos coincidían que formaban una pareja extraña, que no pegaban, pero su actitud en el barrio y durante los dos años de casados siempre había sido educada y amable. El señor Templeton era un buen jefe y sus empleados estaban muy contentos con él. No parecían tener enemigos. Paul Templeton no tenía más familia que su mujer. Había sido hijo único y sus padres murieron hacía muchos años; mantenía en una residencia para la tercera edad a una tía, hermana de su madre, muy anciana. La señora Templeton tenía un hermano al que le unía una fuerte relación. Un accidente de tráfico segó la vida de los padres de Mathew y Sara Straight. Mathew tenía dieciocho años y se quedó al cargo de su hermana de cuatro; dejó sus estudios y se puso a trabajar para proporcionarle una esmerada educación y todos los caprichos que una niña pudiera desear. Parecía un tanto inexplicable la atracción de una hermosa joven de veinticinco años hacia un hombre poco agraciado y que le doblaba la edad. Newman pensó que tal vez la cuenta corriente era lo que más pudo cautivarla, para acabar con la dependencia de su hermano y devolverle así los desvelos que había tenido que soportar por ella.
Respecto a la declaración de la señora Templeton, Newman no pudo comprobar que su marido fuera un asiduo cliente de ningún prostíbulo de la ciudad, pero a uno de sus soplones sí le sonaba la "cara de ese gordito" a la entrada de locales muy selectos de admisión muy restringida, vigilada por matones. Las secretarias de la empresa declararon que le desconocían una relación con ese tipo de mujeres y que no podían imaginarse al señor Templeton yendo de putas, esto acompañado de risitas ahogadas tras una tos. No había sido la única inexactitud en la declaración de la señora Templeton, la hora de la muerte no coincidía con su relato. Según el forense el cadáver tenía una temperatura de 22'5 grados, lo que situaba la hora de la muerte a las 15, no alrededor de la una o dos de la madrugada como atestigua la viuda. ¿Por qué mentía la dama?
Después de un largo interrogatorio en la comisaria, antes de ser trasladada al penal como preventiva, Newman no había conseguido hacer cambiar la declaración de Sara Templeton ni que ésta accediera a ser defendida por un abogado. El detective rehusó volver a entrevistarla hasta no tener más pruebas. Además, esa mirada gélida y glauca se había colado en sus sueños, no se sentía seguro teniéndola tan cerca.
Hoy volvía a hablar con Mathew. La primera vez que lo entrevistó, el día de después, estaba demasiado conmocionado como para poder realizar una entrevista en condiciones, por lo que Newman decidió posponerla. Había buscado las partidas de nacimiento de los Straight y el historial escolar de Sara para comprobar que, al menos, los datos respecto a su vida antes del matrimonio fueran ciertos. Esperaba que ya se hubiera tranquilizado, tenía temas muy interesantes que tratar con él.
Mathew Straight llegó puntual e impecable. Traje cruzado azul marino, con botones dorados, camisa blanca y, al cuello, un pañuelo de seda rosa; pelo hacia atrás engominado y cejas peinadas; estrecha línea negra casi recta sobre el labio superior. Fumaba con boquilla larga, como las mujeres. Tras unos minutos, el detective le pidió que le contara su vida y la de Sara. Él confirmó el accidente de los padres y la delicada situación en la que quedaron ellos dos para salir adelante. Trabajó como camarero, dependiente en una tienda de recambios, en supermercado, repartidor… Hasta que se colocó como vendedor en la constructora del señor Templeton. Cuatro años atrás, las ventas que hizo durante el verano fueron espectaculares y el señor Templeton se interesó por él. Un año después, le ofreció el puesto de jefe de ventas de la zona de Manhattan y comenzó una relación más estrecha. Fue entonces cuando conoció a Sara y se quedó prendado de ella. Un año después se casaron.
- Sara nunca estuvo enamorada de él, pero entendió que era su oportunidad para ser libre, para dejar de depender de mí y devolverme la deuda que ella sentía que tenía conmigo. Le dije que se lo pensara, pero ella es muy tozuda, detective.
- Aja. Entiendo. ¿Usted sabía que su cuñado era un cliente asiduo en los prostíbulos?
Mathew puso un gesto de escandalizado, se tapó la boca con las manos portadoras de manicura y exclamó.
- ¡Por Dios, qué vergüenza! Me lo dijo mi hermana, yo no lo podía creer.
- ¿Cuándo se lo dijo?
- Pues, no sé, no recuerdo, pero hacía unas semanas, puede ser –propinó una estentórea calada a la boquilla que chocó contra sus dientes amarillos haciendo un ruido que sonaba a mentira…
- ¿Dónde estaba usted el día de los hechos a las 13'30, señor Straight?
- Pues, a esas horas suelo comer, creo que ese día estaba en casa.
- Pero usted no suele comer en su casa ¿no es cierto?
- Está en lo cierto, detective, pero aquel día me dolía enormemente la cabeza y me tuve que ir a mi apartamento.
- ¿Le suenan las iníciales MP?
A Mathew empezaba a temblarle la delgada boquilla en aquellos dedos tan largos como los de su hermana.
- No, no, no sé qué pueden significar.
- Yo creo que sí que lo sabe, lo sabe muy bien.
Esta vez, con el tembleque, la boquilla se le cayó al suelo.
- Vaya, qué torpe soy.
- ¿Quiere un cigarrillo?
- No, no, gracias, hoy se me cae todo de las manos –y una sonrisita nerviosa se le escapó entre los dientes.
Newman se encendió un pitillo. Hacía ya unas horas que tenía claro lo sucedido, pero quería saborear el momento. Detrás del tenue visillo del humo, Mathew Straight ya no podía ocultar su malestar.
- ¿Cómo se llama, señor Straight?
- ¡Qué pregunta, detective! Usted ya lo sabe.
- Dígame su nombre completo, por favor.
- Mathew Philip Straigt –dijo como un niño contrariado que ha de repetir la frase.
- ¿Se veía a menudo con su cuñado?
- Por supuesto, además de mi cuñado era mi jefe y cada domingo iba a comer a su casa. ¿Qué hay de anormal en eso?
- Nada, absolutamente nada. Lo que yo quería decir es si se veía con él fuera de esas ocasiones.
Mathew se puso completamente colorado, la boquilla no temblaba pues estaba sobre la mesa tan huérfana como los hermanos Straight, pero el resto del cuerpo del hombre que estaba sentado en frente del detective era una masa de gelatina en plena agitación acompañada de gotas de sudor. El detective sacó de su dossier la agenda del señor Templeton y leyó en voz alta todas las citas que el muerto había tenido con MP en el último mes, incluida la del día del asesinato. Mathew sudaba mucho.
- ¿Sabe, señor Straight? He estado dándole vueltas al tema y he llegado a la conclusión de que su hermana no me ha mentido del todo. Su marido no iba a prostíbulos, pero iba a locales de… como lo podríamos llamar –y dio una calada a su cigarro esperando ver en los ojos del que tenía delante verdadero pánico- de "ambiente". Es decir, por si no lo entiende, su cuñado era homosexual.
Mathew se había quedado blanco, mudo, si no hubiera estado sentado se hubiera caído al suelo.
- Seguiré. Su hermana lo sabía, pero, como usted bien ha dicho, la señorita Sara se siente en deuda con su hermano. Así que, a pesar de todo, decide casarse con un hombre que no la ama, que no la puede amar, que no la amará. Todo por aparentar. Pero me da la sensación, soy un hombre muy intuitivo, señor Straight, aunque no lo parezca, de que el señor Templeton sí se casó, sí que el día que lo asesinaron estaba celebrando su boda. Se casó, en secreto, de forma velada, con usted.
Straight se arrancó el pañuelo del cuello y empezó a secarse la frente.
- Quiero un abogado. Hasta ahora he accedido a todo de buena fe, ahora exijo un abogado.
- ¿Un abogado, cabrón? ¿Cómo puede ser tan egoísta? Piense en su hermana, en lo que le puede caer por encubrirle.
- ¿Qué dice? No sabe nada, no son más que conjeturas…
- Déjeme, déjeme que siga con mis conjeturas. Ese día ustedes dos celebraban el aniversario durante la comida, alrededor de las 13'30 horas, supongo que la pobre Sara debió marcharse a comprar para dejarlos tranquilos. Pero usted tenía otra cosa que celebrar. Se había enterado de que desde hacía más de un mes, Paul iba a un local muy exclusivo donde ricos homosexuales se encontraban con otras parejas. Y eso era superior a sus fuerzas, no soportó que le gustaran los chicos jóvenes, que pagara por un placer que usted podía satisfacer perfectamente.
- ¿Qué está diciendo…? –el hilo de voz que aún le quedaba se le agotó en la última palabra.
- Y la pobre y abnegada Sara aguantando los dos años de su matrimonio ficticio, disimulando, ocultando la verdad, sólo por usted, solo por usted ella renunció a poder tener una pareja, a tener su propia vida, siempre dependiente de usted y de su amante.
Mathew Straight hizo el ademán de levantarse, pero el detective le propinó un buen empujón en los hombros que lo volvió a dejar pegado a la silla.
- ¿Sabe? Su hermana no tiene la fuerza suficiente en esas manos para atar como usted ató a su amante en la cama, con unos bonitos lazos, sí, señor; tampoco tiene la fuerza de propinar doce puñaladas tan profundas, una detrás de otra; y a su hermana nunca se le hubiera ocurrido asestarle la última en el ano. Su hermana no hubiera hecho eso nunca. ¿Qué va a hacer por su hermana ahora? ¿Va a permitir que se pudra en la cárcel por el resto de sus días? Ella está dispuesta a hacerlo y ¿usted?
Un ataque de nervios y llanto hizo aflorar el remordimiento y la culpa de Mathew. Tras unos minutos de histerismo y una copa de coñac, Mathew Straight corroboró los hechos y firmó su culpabilidad.

III
Ese mismo día, a las diez de la noche, Sara Templeton salió de la cárcel. Afuera, un destartalado Chevrolet rojo la estaba esperando. Un denso humo salía de la ventanilla bajada, debajo de un sombrero ladeado. Taconeando lentamente, Sara se dirigió hacia él.
- ¿Le llevo a algún sitio, señorita Straight?
- Una copa me sentaría bien.
Se subió al coche, Newman le encendió un cigarrillo y se lo pasó.
- No, gracias, no fumo.
El detective se echó hacia atrás el sombrero para poder observar mejor la cara de la rubia y comprobar que no lo volvía a engañar. Con la melena cogida en un moño alto, sus ojos verdes iluminaban la cabina y su amarga sonrisa lucía unos dientes perfectos, antesala a la concavidad donde esperaba poder penetrar no muy tarde.
- Creo que he de dejar de mentirte de ahora en adelante.
Puso el cigarro en sus labios y se colocó el sombrero con una sonrisa complaciente. Arrancó el coche en dirección al resto de su vida.

© Anabel

sábado, 15 de septiembre de 2007

EL RESCATE


Hay momentos en los que una mujer
ha de tomar una decisión.
Irremisiblemente.
La paz, la montaña y la colaboración
inestimable de un buen cuerpo de policía
son una gran ayuda.



I

Cerró los ojos y respiró profundo, cuando el azar le marcó el momento, su dedo cayó sobre el mapa, el dígito señaló un punto entre relieves accidentados. Parecía un lugar apartado, cercado por montañas, al que sólo se accedía por carreteras comarcales. Paz, debía ser un lugar con mucha tranquilidad acumulada. Había hecho un trato con el destino: donde su dedo se posara, allí iría. Así pues, dos semanas más tarde, se encontró bajando de un autobús de línea y mareada como una sopa. Cogió su maleta del portaequipajes, en la que había metido a presión todo lo que creía necesario para pasar cuatro días alejada de todo lo que le era habitual, y su bolso, bolso de los que brújula y linterna se convierten en utensilios indispensables para encontrar algo dentro de él. Estuvo a punto de dejarse conscientemente el DNI en Madrid intentando olvidar su identidad y vivir durante unos días otra existencia totalmente diferente. Se dirigió, sin tambalearse demasiado, hacia un lugareño y le preguntó dónde se encontraba la posada “El Cau”. El abuelo se quitó el palillo de la boca, ladeó su boina y se la quedó mirando unos segundos de arriba a bajo. Con un cerrado acento catalán, habló por fin. Sólo tenía que pasar dos casas a la izquierda y, debajo de unos soportales, la encontraría. Tras contestarle, volvió a colocar la boina y el palillo en sus correspondientes sitios de origen. Le dio las gracias, y se dirigió despacio a la dirección indicada. La calle empedrada y estrecha estaba resbaladiza pues la nieve derretida lamía todo el pavimento y la que permanecía sólida daba una mano de pintura blanca a todas las superficies horizontales que encontraba. Dejó un instante la maleta en el suelo y respiró hondo. El aire era muy frío pero le reconfortó, llenaba los pulmones de una nueva atmósfera y le gustaba cómo olía. Miró la calle, no hacía falta conocer el pueblo para darse cuenta de que era minúsculo y acogedor. Casas de piedra, puertas de antigua madera con dibujos geométricos que el paso de los años había ido mermando, ventanas de irregular tamaño salpicaban las robustas fachadas dispuestas a soportar las duras condiciones climatológicas y el paso del tiempo que, daba la sensación, aquí debía transcurrir un poco más lento. Al final de la calle, surgida de entre tejados de pizarra blanca, se alzaba portentosa la montaña que cubría todo el lugar con su inconmensurable presencia. La montaña siempre le había proporcionado el efecto de protección, de cobijo, enormes brazos que resguardan de un cielo infinito lleno de incógnitas e imponderables. Recogió la maleta y se encaminó hacia la posada; estaba hambrienta y no pensaba guardar dieta, durante estos días no iba a respetar ningún régimen.
La recepción tenía un aspecto bastante descuidado, no sucio, pero muy desordenado. La mestressa de la posada le acompañó a su habitación. Había que subir una angosta escalera repleta de cuadros de dudoso gusto que todavía dificultaban más el acceso. Temió que la habitación no reuniera las mínimas exigencias que ella esperaba, pero se equivocó: el cuarto era una antigua buhardilla con el techo cubierto de vigas de madera restauradas y pintadas de color marrón a juego con la tonalidad melocotón de las paredes; una de las dos ventanas estaba en la pared baja de la estancia y daba a la calle, la otra era bastante grande y sus vistas dejaron casi sin respiración a Águeda: toda la amplitud de la montaña y del valle se podía divisar desde allí; al lado, muy a propósito, había un sencillo banco cubierto de unos confortables cojines; la cama de bronce, ya un poco verde, era una maravilla, alta y mullida con una colcha de colores chillones, repleta de almohadones y una pequeña manta de punto a los pies; dos mesillas antiguas con unas lamparillas estilo art déco y un mínimo escritorio; el armario casi tan grande como la montaña era de una sola puerta con luna, al abrirlo, un agradable olor a flores silvestres le dio la bienvenida; un radiador de hierro colado calentaba la pieza. Sí, se iba a sentir a gusto. El baño se encontraba al final del pasillo, todo remozado y muy limpio, sencillo y práctico, sólo unas cenefas le proporcionaban unos alegres toques de color. Preguntó a la dueña si podía comer algo y ésta le contestó, muy amablemente, que bajara al comedor que le serviría.
Era un comedor reducido en el que únicamente cabían cuatro mesas presidido por un desmesurado hogar donde un buen fuego caldeaba el ambiente. Estaba sola, así que eligió la mesa que daba a la ventana para poder ver la calle mientras comía. La carta consistía en un escueto menú cassolà que parecía ser muy gustoso y proporcionar mucha vitalidad. Después de un reconfortante brou caliente, pidió un guiso de ternera propio del lugar y de postre una crema catalana que no fue capaz de acabar, lo que disgustó a la mestressa que le preguntó si se encontraba bien. Tras el café de puchero, encendió un cigarrillo. Con la mano derecha daba vueltas al café y con la izquierda a la cajetilla de tabaco, a la vez su mente mareaba la idea de dejar de fumar, pero los próximos cuatro días no eran los mejores para decidir ese tipo de determinaciones. Tomó un sorbito de café; lo dejó caer por su garganta notando su temperatura. El cristal de la ventana se había convertido en opaco pues el calor del comedor lo empañaba; limpió con la servilleta un redondel suficientemente grande como para asomar su mirada al exterior. Le producía placer saber que ninguno de los que pasaban delante de ella la conocían, nadie la había visto nunca antes y, probablemente, nadie la volvería a ver. Iba a formar parte de la historia de ese pueblo durante un ínfimo intervalo de tiempo, luego, desaparecería para siempre. No iba a dejar huella en esta villa, pero, quizás, para ella, estos cuatro días supusieran un antes y un después en su vida.
Expulsó el vaho y éste voló unos segundos disipándose en el aire. Se subió el cuello del anorak, enfundó las manos en los guantes y salió dispuesta a dejarse llevar por las calles del pueblo. “Si quiere esquiar, ha elegido unos días muy buenos” -le había dicho la posadera-. “Hasta el fin de semana, no llega casi nadie; tendrá las pistas para usted sola.” “No he venido a esquiar. Sólo quiero pasar unos días tranquilamente.” La señora la había mirado extrañada, como pensando “qué raros son los de ciudad”. En su exploración, Águeda se adentró por callejuelas y admiró sus recodos y sus gentes. Al observar a los habitantes se dio cuenta de que había una clara diferencia en la forma de caminar, de mirar, de hablar, incluso de respirar; todo se ralentizaba, el tiempo se antojaba flexible, capaz de estirarse como una goma elástica que recupera su posición inicial sin resistencia, dispuesta a ser extendida de nuevo las veces que haga falta. Paró delante de una carnicería, su frigorífico exponía una cuarta parte de las viandas que tenía el del supermercado donde ella compraba en Madrid, sin embargo desconocía gran cantidad de los embutidos. La dependienta despachaba con parsimonia y entablaba conversación con cada clienta a la que conocía y hablaban sobre un pariente o un vecino… En el hipermercado nadie conoce a nadie; nadie pregunta por tu familia o por tu trabajo pues nadie sabe a qué te dedicas ni dónde vives; nadie quiere saberlo, ni tú quieres que se sepa. Águeda pensó que, bien mirado, era una ventaja más que un inconveniente, porque no le iba a ser grato que le dijeran: “Tú, niña, lo que tienes que hacer es mandarlo a hacer puñetas. ¿Qué se han creído estos hombres? No te preocupes, bonita: un clavo, con otro clavo, se quita.” O “Ya sabes, a las mujeres siempre nos toca callar y aguantar; así son las cosas. No te olvides de los niños, que tienes tres, nada menos.” No, no lo soportaría. En la panadería se repetía la escena, las conversaciones parecían las mismas, más breves, eso sí, pues despachar una barra de pan es mucho más rápido que descuartizar un pollo o que servir 100 gramos de mortadela. Se deleitó con el aroma que asomaba por la puerta de la tahona. A pesar de lo avanzado del día, todavía se olía a pan caliente, a masa fermentando, a harina espolvoreada, a manos blancas que sacan bollos de un horno de leña.
Le resultó divertido subir las cuestas estrechas, llegar a un rellano y divisar lo que había dejado atrás en tan solo unos metros, luego, vuelta a subir, hasta llegar a lo más alto para encontrarse con la iglesia. Parecía románica pero poco quedaba ya de la construcción primigenia, había sido restaurada completamente y sólo alguna de las piedras del basamento o del pórtico parecían originales. Empujó la vasta puerta sin mucho convencimiento ya que creyó que estaba cerrada, pero su esfuerzo la adentró en una ermita muy pequeña y oscura. Un tosco altar presidía el recinto sobre el que caía una cruz de hierro que colgaba de unas cadenas desde la cúpula, detrás, sobre una columnita, reposaba el sagrario; por sus cuatro ventanucos, poca luz se colaba pero sí bastante frío; observó unas resistencias, a modo de estufa, clavadas en las paredes bajo unos focos, que no parecían muy potentes. Se sentó en el primer banco. El silencio rebotó en las piedras plagiadoras de tiempos pasados y sintió que penetraba en su alma. Lloró sin emitir sonido alguno, no quería estorbar el eco del mutismo que invadía el lugar. No se había permitido el lujo de desahogarse hasta ese momento; no quería que nadie la viera. En aquella iglesia le parecía que estaba fuera del mundo, completamente sola, se le antojaba el limbo terrenal, el paraíso de los perdidos y la noción del tiempo se le escapó de la conciencia. Se dejó dominar por su dolor y, en su aturdimiento, se vio a sí misma en la puerta de la facultad de Historia con un título en la mano. Por fin había acabado la carrera, ya estaba preparada para afrontar el resto de su vida, se agarraba a ese pedazo de cartulina convencida de tener en su poder una llave maestra. Se ofrecían diferentes posibilidades: la docencia no le desagradaba pero conseguir una beca para realizar trabajos de investigación en los Archivos Nacionales era su meta. Alguien la agarró por detrás tapándole los ojos.
- ¡Paco! Vaya susto me has dado. ¡Mira! ¡Ya lo he conseguido! –gritaba mientras blandía su título como si fuera un trofeo.
- Vale, vale, ya lo veo –le contestó, y al intentar detener sus aspavientos, el título cayó al suelo.
Águeda paró en seco, miró airada a Paco, se agachó a recoger el papel y contuvo un insulto.
- No te pongas así, no se puede romper. Vamos a tomar unas cañas, Óscar y Ester nos están esperando. Yo también tengo noticias que darte. Escucha…
Y fue allí, sobre aquellas escaleras que tantas veces había pisado, donde quedaron sus ilusiones; la realidad se mostró en forma de disyuntiva: o sus sueños o una plaza de arquitecto en el ayuntamiento de Madrid para Paco. Acceder a tal puesto obligaba, irremediablemente, al matrimonio de la pareja y al traslado de ciudad. Águeda creyó que era lo correcto después de cuatro años de novios y los esfuerzos de Paco por aprobar las oposiciones. Dejar atrás toda su vida le parecía un sacrificio tan grande como su amor por Paco y una forma de demostrárselo. Pensó que podría reanudar su postgrado con vistas a conseguir una beca para la investigación tras establecerse en Madrid. Pero se presentó el primer hijo y volvió a optar por lo que le parecía más adecuado para todos en ese momento y se decantó por las oposiciones al Ministerio de Hacienda. El momento se prolongó por dos hijos más y un adulterio de dos años, adornado con múltiples infidelidades, que la despertaron de su letargo como un jarro de agua fría.
Oír el ruido de las oxidadas bisagras le sobresaltó y se levantó del banco para salir corriendo hacia la puerta que casi se había cerrado completamente. El capellán se disculpó:
- Debí haber mirado pero es que nunca hay nadie y no supuse…
- No, la culpa es mía; no me he dado cuenta de que ya era tarde -balbuceó secándose las lágrimas.
- ¿Necesitas alguien que te escuche, hija mía?
- Gracias padre, ahora necesito actuar más que otra cosa. Gracias de todas formas.
- Si te lo piensas mejor, cualquiera del pueblo sabe dónde encontrarme.
Volvió a darle las gracias y descendió por las cuestas, ateridos los huesos por la humedad de la ermita, dispuesta a tomarse algo caliente en el primer bar que encontrara.
Ya en la misma calle de la posada, localizó uno y allí se dirigió, directa a la barra a pedir su té ardiendo. El bar estaba lleno de los parroquianos habituales sentados en las mesas y jugando a la butifarra los cuales, con sus miradas, denotaban su curiosidad por la solitaria forastera con cara de frío que acababa de entrar. Reconfortada por la infusión, intentó idear el itinerario de los próximos días. Una excursión por los alrededores exigiría un medio de transporte y preguntó a la camarera donde podría alquilar un coche. Unas manos grandes, musculosas, con uñas rasas y piel áspera se entrelazaron sobre el mostrador para contestarle: “Pasando el puente, en la parte nueva del pueblo, hay un taller que a veces tiene coches para alquilar. Pruebe allí.” Águeda pensó que debía hacer escalada e intentó verle los brazos pero los tenía cubiertos por las mangas de un grueso jersey de lana verde. De todas maneras, no cabía duda, un dilatado cuello como principio de unos hombros y brazos muy desarrollados por el ejercicio físico; una larga melena castaña recogida en una cola y su cutis seco, sin afeite alguno, delataban una forma de vida sana y una filosofía ecologista. Mantuvieron una fluida conversación durante unos minutos en los que la escaladora le informó de un par de lugares que podía visitar sin tener que alejarse demasiado del pueblo, parajes tranquilos como le había indicado Águeda: una antigua casona que había sido restaurada como hotel desde donde se impartían clases de esquí al lado de un recodo del riachuelo, con un merendero que se llenaba en verano, dotado de unas vistas tan bonitas que había dado nombre al valle: la vall de Riucel. Pidió otro té para terminar de arreglar el cuerpo y pasó su vista por el local. Decoración rústica, no fabricada por una franquicia, sino por la acumulación de objetos viejos y antiguos, en desuso y desgastados, que cubrían las paredes, antaño blancas, hoy grisáceas, tonalidad en la que había colaborado el fuego de la chimenea. Suelo de baldosas infinitamente fregadas, techo de láminas de madera decorado con ramilletes de flores secas prendidos bocabajo. Los clientes, gente mayor que jugaba a las cartas y fumaba cigarrillos liados, cuatro jóvenes que discutían sobre la ruta más idónea a seguir para trepar por una pared y una pareja de mossos d’esquadra que tomaba unos refrescos polemizando sobre fútbol. Fijó su mirada en el que tenía enfrente: unos 25 años, pelo negro con mechas rubias, ojos grandes y azules, rostro agradable, labios carnosos, manos grandes. Tuvo que reconocer que era atractivo. Esperó a que se pusiera de pie para comprobar su altura y regocijarse de “lo bien que le quedan los pantalones del uniforme”. Se asustó, últimamente sus cambios de humor le conducían de la más absoluta autolástima al deleite de la belleza animal. Decidió continuar con su segundo té que, seguramente, le iba a reconfortar mucho más de lo que aquel joven lo haría nunca.
Las siete, señalaron las campanas de la iglesia, sonido que le transportaba a su infancia vivida en frente de un convento en el que las monjas se entretenían, entre otros menesteres, en dejar constancia del paso del tiempo marcando las horas. El frío había arreciado, era el protagonista de la oscura y silenciosa tarde. Al repiquetear del timbre, acudió la mestressa secándose las manos en un mandil a cuadros rojos.
- ¿Que le apetecería tomar algo caliente para entrar en calor?
Águeda se quitó los guantes, desabrochó su anorak y respondió a la señora:
- No, gracias, ya he tomado un té en el bar de allí al lado.
- Allí, durante la semana, sólo van los viejos, señorita y algún que otro escalador del pueblo. En el fin de semana, se llena de turistas que van a cenar, hacen unos platos combinados muy buenos y baratos.
Al escucharla, Águeda pensó en la buena voluntad de la señora aun a riesgo de perder un cliente. La vio cruzar sus manos sobre el delantal y fue entonces cuando se percató de que lo hacía exactamente igual que la camarera escaladora.
- Así que su hija es tan estupenda cocinera como usted.
La mestressa la miró sorprendida.
- ¿Ha hablado con mi hija? No, ella no es la que cocina bien, es el seu home. Ella es la encargada de atender la barra.
- Es una buena conversadora.
- És molt bona xicota, la Núria.
La posadera procedió a decirle el menú de la cena, pero rechazó el ofrecimiento: sólo tenía ganas de dormir. Una vez en su habitación, comenzó a deshacer la maleta: sacó su pijama y lo dejó junto a la almohada; su poca ropa, dentro del armario; y, con su neceser y una toalla, se dirigió al baño. Desmaquillarse, lavarse los dientes, orinar, volver a lavarse las manos, peinarse, todo lo hizo maquinalmente, como lo hacía todas las noches pero sabía que no era igual. Regresó a su habitación, apagó la luz del techo y encendió la de las mesillas, le resultaba más íntimo. Se puso el pijama y programó el despertador para las ocho y media, debía ducharse, desayunar y bajar a la parte nueva del pueblo. De pronto, se dio cuenta de que no había llamado a casa para decir que había llegado; buscó su móvil esperando encontrar un mensaje pero no había nada. Marcó.
- Ya pensaba que no ibas a llamar.
- He llegado hace unas horas. Todo bien, un poco cansada. Y ¿los niños?
- Estupendamente, ¿cómo quieres que estén? Su padre los cuida.
Águeda ahogó en su garganta alguna que otra objeción a sus cuidados, no quería discutir, sólo era un contacto para comunicar su llegada.
- Bueno, ya no volveré a llamar hasta que vuelva a Madrid. Ya sabes que si pasara algo llevaré siempre el móvil encima.
- Vale, vale. Adiós.
Seguía enfadado con ella, como si él no tuviera nada que ver en la situación actual de su matrimonio. Tenía la habilidad de echarle la culpa a los demás de sus errores, lo hacía convencido de ello, seguro de lo que decía, de tal manera que persuadía a todos. Incluso cuando Águeda descubrió sus infidelidades, él esgrimió como excusa que ella no le había escuchado nunca –harta estaba Águeda de preguntarle-; que no le había entendido –no sabía cuantas horas se había pasado intentando comprender sus problemas en el ayuntamiento, sus responsabilidades, su cansancio por las noches y su mal genio-; que la tentación le encontró en un momento bajo de moral –él nunca había exteriorizado ningún decaimiento-; que le daba cariño y comprensión –debía referirse a sexo, cosa que practicaba poco en casa-; que su amante le había chantajeado con contárselo todo si la dejaba –más hubiera valido que se hubiera sincerado antes de que lo descubriera por ella misma-; que ya todo había terminado y que las cosas volverían a ser como antes. Cuando Águeda le comunicó que había pedido en el trabajo cuatro días de asuntos para irse a recapacitar sola a un recóndito pueblo montañés, le increpó: “¿Qué vas a hacer en una mierda de pueblo? Aquí vas a llegar a la misma conclusión, a la única que puedes adoptar: vamos a seguir para adelante por nuestros hijos, no hace falta irse al quinto coño para averiguarlo, no hace falta que nos abandones para que se te encienda la bombilla. El tema está claro”. Qué seguro estaba de que las cosas iban a seguir igual. Todo se iba a resumir en un desliz que iba a ser solucionado abusando, por enésima vez, de la paciencia de Águeda. Le avergonzaba reconocer que, por unos momentos, le creyó, se vio a sí misma otra vez en su mismo papel y a él invariablemente igual… Y allí, en ese punto, algo se hizo pedazos: él siempre había sido así, era ella la que no había sabido ver en su interior, era ella la que había cambiado para amoldarse a la vida de su marido, era ella la que había abandonado todas sus ilusiones por acometer las de él.
Las ganas de llorar asomaron de nuevo a sus ojos. No debía ni de haberle llamado, los niños estarían bien, a pesar de que su padre estuviera deseando que no fuera así para tener una excusa infalible con que hacerla regresar. Tras este convencimiento, se arropó entre los almohadones y la colcha de colorines, apagó la luz. El agradable olor a flores silvestres de las sábanas le sirvió de bálsamo y se quedó dormida instantáneamente.





II
Algarabía de campanas, altar de una ermita donde se celebra un banquete sobre una interminable mesa blanca repleta de una miscelánea de vajilla y comida. La novia huye despavorida, abre las enormes puertas de la ermita y se encuentra en un inmenso prado color esmeralda tapizado con una hierba que le acaricia la cintura; se arranca el velo y, con una fuerza inaudita y gran agilidad, sesga la falda de su vestido blanco a la altura de las rodillas, para poder correr más lejos, más rápida. Y corre, corre. Las cosquillas del frondoso herbaje le despertaron. Un caracol le inundó la boca de un desagradable sabor a césped. Se levantó ligera hacia el baño y se enjuagó la boca con el elixir verde como su prado onírico, pero con sabor a menta fresca. Miró a través del ventanuco, había amanecido. Nada. Cerró los ojos y volvió a escuchar: nada. Era el silencio absoluto, la paz. El ritmo cadencioso de la pertinaz gota de agua la distrajo de su particular paraíso.
Se le cayó el neceser al suelo y todo su contenido se desparramó. Recogió los utensilios comprobando la cantidad de productos que necesitaba para el aseo personal y su imagen. Había pensado llevarse sólo lo imprescindible pero la fuerza de la costumbre le obligó a hacer las maletas maquinalmente y las prisas, las prisas por irse antes de tener que dar más explicaciones de las que quería dar, más explicaciones de las que debía dar. Qué podía haber dicho para que él la entendiera o para que él mostrara un poco de arrepentimiento, un poco de sentimiento de culpa. Aunque mejor así, una mínima demostración de sensibilidad o comprensión habría sido suficiente para que Águeda no paseara su dedo por el mapa geográfico de España. No debía dejarse engañar otra vez, la distancia y la soledad de estos cuatro días iban a proporcionarle la perspectiva y la objetividad necesarias para afrontar la realidad y tomar una decisión por y para ella misma.
Volvió a lavarse la cara intentando alejar de su mente estos pensamientos, retornar una y otra vez sobre lo mismo sólo le proporcionaba rencor, angustia y empequeñecer su autoestima. Debía arrinconar sus recuerdos durante unos días, incluso olvidar quién era, para enfrentarse a su yo más introspectivo y tomar una resolución en perfectas condiciones psicológicas.
Con esa determinación bajó a desayunar. Un hombre estaba prendiendo el fuego de la chimenea. Un lacónico bon dia fue todo lo que salió de su boca. Cuando encendió el fuego, recogió sus bártulos y se fue. Al momento apareció la mestressa.
- Bon dia, ¿qué tal ha dormido?
- Buenos días, estupendamente –contestó Águeda sorprendida de haber dormido bien: no esperaba pasar la primera noche tan plácidamente.
- Es que aquí hasta el dormir es más sano. Ahora le traigo el desayuno.
- Gracias… Perdone, ¿cómo se llama?
- Mercè.
- Mercè, de acuerdo. Yo me llamo Águeda, aunque supongo que eso usted ya lo sabía.
Mercè asintió con una leve inclinación de cabeza y salió del comedor en busca del desayuno.
Se lo comió todo: el café con leche, el zumo, la tostada con mantequilla y mermelada, un trozo de pa de pessic, que le resultó delicioso, y hasta probó el queso y la butifarra blanca. Recordó que la noche anterior no había cenado. Encendió un cigarro, se sirvió una taza de café y miró por la ventana. Allí estaba, el mundo aparecía ante sus ojos en forma poco amenazadora, no le asustaba salir a la arena del circo sola, sin una guarida donde volver si arreciaba la meteorología, entre otras cosas porque ya no había marcha atrás, su tiempo comenzaba ya, esta vez no había excusa, no había nada que anteponer a su voluntad. Empezaba: uno, dos, contaba pausadamente, iba a saborearlo todo, poco a poco, un leve lapso de tiempo puede ser infinito, tres, cuatro, un leve dolor en el estómago, como un presentimiento, le indicó que estaba preparada e impaciente por salir, cinco, seis, apagó el cigarro y se apresuró a la puerta de la posada, su tiempo le esperaba, siete, ocho, el sol le recibió, ella le saludó con su mejor sonrisa, la del alma, nueve y diez, la nieve crujió bajo su bota, el primer sonido de su nueva vida.
Había un desvencijado jeep que le iría “com oli en un llum”, es decir, según la propia traducción del jefe del taller: de perlas, pues se conocía todos los caminos del pueblo. Tenía calefacción y las cadenas puestas, el depósito estaba lleno, el precio era muy barato y, fundamentalmente, no había otro. El mecánico le dio unas mínimas instrucciones de uso que a Águeda le parecieron del todo insuficientes, pero, por no quedar como la típica mujer inepta al volante, no preguntó más. La palanca de cambios funcionaba a base de bruscos movimientos, el enorme volante se le resbalaba de entre las manos, el juego embrague-acelerador se resistía; salió a trompicones del taller intentando que no se le calara y mirando por el retrovisor la divertida sonrisa del jefe del taller despidiéndola con la mano.
Si sus indicaciones eran correctas, en un par de kilómetros vería un cartel donde ponía: Hotel Riucel a 3 km. Iba despacio para disfrutar del paisaje nevado y porque no dominaba la máquina. Sin quitar la vista de la sinuosa carretera, movió su bolso para comprobar por el sonido si había metido el móvil, donde había memorizado los teléfonos de urgencia de la zona. “Ya empezamos, no seas agorera, ¿qué ha de pasar?” El carácter no se podía cambiar en unos minutos; al oír un golpe metálico contra las llaves, se tranquilizó y, a la vez, se rió de ella misma en medio de montañas cubiertas de nieve a unos cuantos grados bajo cero e intentando dominar un vehículo que más parecía un tractor que un todo terreno. ¡Vaya historia le iba a contar a Sonia! “Me parece estupendo. Que rabie durante unos días, que se encargue él de los niños por una vez. ¡Qué envidia me das! En cuanto llegues de nuevo a Madrid, me lo cuentas todo. ¿Oyes?” ¿Qué le iba a contar? ¿Que había conducido un ruidoso tractor, que se había perdido en medio de la nieve, que la habían tenido que ir a rescatar y que había tenido que volver antes de lo previsto por haber pillado una pulmonía? Tendría gracia, después de tanto drama, regresar enferma para ingresar en un hospital, facilitándole razones a Paco para demostrarle que era incapaz de vivir sin él. “Antes me muero”, exclamó en viva voz. Conectó la radio y la puso a todo volumen para arrojar del habitáculo esas imágenes; pensar en malos presagios facilita que se materialicen. La señal indicativa apareció, como mínimo, no se había equivocado de carretera.
Aquel monstruo metálico calló de golpe asustándola. Tras dos vueltas al aparcamiento y rechazar algunos válidos, sólo uno le pareció lo suficientemente grande para meterlo con seguridad. Mientras se alejaba, se lo miró de reojo, no muy convencida de poder volver a ponerlo en marcha. “Cada cosa en su momento, para qué me voy a preocupar antes”, se dijo para sí, ahora iba a disfrutar de un bonito panorama. Podía ser de finales del XIX o principios del XX, algunos detalles decorativos le recordaban el modernismo de ciertas mansiones que la burguesía barcelonesa se hizo construir según el nuevo estilo arquitectónico. No entendía cómo se podía haber vivido allí en aquella época, tan lejos de todo; tal vez hubiera sido residencia de verano. Una gran puerta bajo un tejadillo de hierro forjado daba paso a una pequeña entrada cerrada por vidrieras modernistas que al traspasar la puerta te regalaba con una escalera de mármol y balaustrada de madera torneada. A la derecha, la recepción del hotel, a la izquierda el bar-restaurante. Techos altos con artesonado de madera y enormes lámparas de cristal. Parecía haber retrocedido unos cuantos años en el tiempo. Le dieron ganas de registrarse en el hotel, se imaginó las habitaciones acordes con el resto y a los huéspedes vestidos con camisas blancas de cuello duro, chalecos a cuadros, pajarita y sombrero. La barra del restaurante había sido construida a tono con el resto del edificio: barra de madera, con adornos de latón, repisa de mármol y frente cubierto de grandes espejos; mesas de mármol y pie de hierro, sillas de madera forradas de cuero; suelo de cerámicas geométricas multicolores cubierto, de vez en cuando, por alfombras. Hubiera deseado que un educado camarero ataviado con chaquetilla corta negra y lazo, delantal blanco hasta los tobillos, inmaculado trapo al brazo y reluciente bandeja en mano le hubiera servido. En su lugar, un imberbe dentro de un uniforme que le iba tres tallas grandes, le preguntó:
- ¿Que desitja alguna cosa, senyora?
Señora, señora, como un eco entre montañas esa palabra resonó en su cavidad craneal.
- Sí, un café con leche caliente, por favor – suspiró.
Águeda tuvo que reconocer que el chaval era atento: por un café con leche, le indicó cómo podía llegar al recodo del merendero y le facilitó un folleto con las actividades y precios del hotel.
Haciendo acopio de valor, se dispuso a poner en marcha la máquina. A la tercera, lo consiguió dejando tras de sí una maloliente humareda gris.
Sin pasar de segunda y con dolor de brazos, llegó al recodo del río. Los tablones de las mesas y las sillas estaban completamente cubiertos de nieve. Sus pisadas eran las únicas que había en todo el merendero, lo que indicaba que, desde la última nevada, nadie había ido por allí. Esto todavía le produjo mayor sensación de soledad, de unicidad. Era la dueña de aquel lugar, de aquella blancura sobre la que sólo sus huellas hacían mella. Bajaba el río rápido, su melodía era el perfecto acompañamiento a tan fantasmal, y a la vez, idílico paraje. Caminó junto a la orilla durante un buen rato, cuando se sintió cansada, dio media vuelta y regresó al coche. Había conseguido no pensar en nada, concentrarse en su respiración y no resbalar, era toda la actividad que su mente había producido. Se había contagiado del blanco puro, la nieve la había exorcizado de sus propios pensamientos negativos, se encontraba renovada y tranquila.
Era hora de volver al pueblo, tenía un vacío en el estómago y Mercè le había avisado que el menú de hoy iba ser suculento. Se subió al coche e inició la maniobra de arranque. Al cuarto intento, la máquina dejó de hacer ruido alguno, se silenció de forma preocupante, incluso para una ignorante del mundo del motor como Águeda. Hizo la baldía operación de abrir el capó y mirar, sin tocar; realmente no sabía qué buscaba y aunque hubiera habido algo evidente no lo hubiera encontrado. Quemado no parecía que estuviera nada pues no se olía mal, éste fue el único diagnóstico que se atrevió a dar cuando llamó a los Mossos d’Esquadra, después de un buen rato de esperar a que apareciera alguien por el camino.
Al cabo de tres cuartos de hora, apareció el coche de los agentes que, por un lado, le hizo sentirse aliviada y, por otro, le avergonzaba que sus malos presagios se hicieran realidad y no tuviera otra versión que contarle a Sonia. Una pareja de mossos jóvenes la saludaron reglamentariamente antes de dirigirse a ella, no sin cierta condescendencia totalmente impropia de su edad, la de ellos y la de Águeda.
- Bon dia, ens ha cridat demanant ajuda, senyora?
“Y vuelta con señora”.
- Sí, es evidente que les he llamado, agentes –se reprimió las ganas de decirles “chavales”-. El tractor éste no me arranca y ya me estaba quedando congelada.
- Bien, vamos a ver qué le pasa al tractor éste –repitió irónico el mosso de grandes ojos azules.
Al inclinarse para observar en motor, Águeda reconoció aquel fantástico culo, era el mosso del bar del día anterior con su compañero, también joven pero al que su aspecto más rural le hacía mucho menos atractivo. Mientras revisaba el motor, le dijo a su colega que lo arrancara, cosa que no pudo hacer y, rápidamente, llegaron a la conclusión de que la señora se había cargado el motor de arranque. La solución pasaba por llamar a una grúa que lo remolcara al pueblo ya que empujar tal armatoste por un terreno poco igualado y cubierto de nieve iba a ser una empresa bastante complicada. El mosso más serio sacó unos impresos y se puso a rellenarlos con los datos que ella le proporcionaba. Así que Águeda volvió al pueblo escoltada por dos estupendos jóvenes después que la rescataran de un accidente sin importancia con el cuatro por cuatro, ésta era la versión que pensaba contarle a Sonia, dicho de esta manera, sonaba menos embarazoso.
- Es el jeep del Joanet, ¿verdad, señora?
- Pues no sé –suspiró de nuevo-, lo he alquilado al jefe del taller que hay en la parte nueva del pueblo.
- No es la primera vez que tenemos que rescatar a turistas que se han atrevido a alquilar este trasto, sobre todo en invierno. Estos coches viejos tienen que ser manejados con mucho cuidado y por gente que los conozca, si no son bastante inseguros.
- Vaya, pues no deberían dejar que ese señor alquilara coches en mal estado –increpó Águeda aprovechando para echar la culpa de su impericia al tal Joanet.
- Bueno -replicó el mosso -, el Joanet cumple con los requisitos, no podemos hacer otra cosa, señora.
Águeda entendió que quien no cumplía todos los requisitos era la señora.
El mosso atractivo era el que mantenía la conversación mientras el otro conducía hábilmente por el tortuoso camino nevado sin menear la cabeza ni un instante. De vez en cuando, el copiloto se giraba y sonreía a la viajera de la parte de atrás que no sabía si sentirse rescatada o arrestada; la rigidez del asiento y la situación tan penosa le hacían sentirse bastante incómoda. Pasaron por delante del hotel y Águeda volvió a admirar la construcción.
- Es muy bonito. Siempre tiene clientes, tanto en verano como en invierno. Era de una antigua familia del pueblo que hizo las Américas e invirtió parte de su fortuna en esta casa. Dicen que eran pastores y su gran ilusión siempre había sido tener una mansión como la de los ricos de Barcelona. Sus herederos no pudieron mantener semejante caserón y lo vendieron a una cadena de hoteles que lo restauró. Le ha dado mucha vida al pueblo -volvió la cara y sonrió a Águeda-. ¿Ha estado usted dentro?
- Sí -contestó azorada sin saber muy bien porqué-, pero sólo en el bar esta mañana antes de que el tractor me dejara tirada.
¿Por qué le miraba tanto? ¿Por qué se hacía el simpático? Tal vez se había percatado de cómo miraba su trasero, o habría deducido que viajaba sola, o, simplemente, eran imaginaciones de “vieja verde”.
- ¿De dónde es usted? -preguntó el agente sobresaltando a Águeda.
- Soy de Madrid –y, adelantándose a su próxima pregunta, prosiguió: -He venido a pasar unos días sola, alejada del mundanal ruido.
Lo dijo con cierta insinuación, mirando a los ojos del joven, pero sin ser consciente de la fuerza de su mirada. Esta actitud, fue observada por el agente que inmediatamente giró su cintura y apoyó sus brazos en el respaldo mirándola casi frente a frente.
- Pues si es paz lo que busca, aquí la encontrará por doquier. Excepto los fines de semana, claro. Entonces esto se llena de esquiadores. Ahora también hay, pero muchos menos.
¿Estaba ligando con el policía? ¿Estaba loca? Era una estupidez. Dirigió su mirada hacia la ventana dispuesta a disfrutar del paisaje ahora que no tenía que conducir; cualquier otra distracción era absurda.
- ¿Dónde se hospeda? – Águeda tardó en contestar y el agente se le adelantó: -Lo digo por dejarla allí en cuanto lleguemos al pueblo.
La cosa iba de mal en peor, el tío se lo había creído, debía pensar que era una divorciada en busca de un rollito de invierno. Bien mirado, tal vez sí que fuera eso. Completamente colorada le contestó:
- En la posada “El Cau”, lo lleva una señora que se llama Mercè, pero ahora no recuerdo la calle…
- No hace falta, sabemos donde está. El pueblo es pequeño y todos nos conocemos –el mosso se giró hacia delante, dejando en paz a la señora, ya la había alterado suficiente.
No volvieron a hablar hasta llegar a la puerta de la posada. Galantemente, el mosso le abrió la puerta y la ayudó a bajar del vehículo. Ella le preguntó turbada qué debía hacer con el jeep y él le contestó que no se preocupara que ellos hablarían con el Joanet y todo se arreglaría.
- ¿Cuántos días se va a quedar y dónde se va a hospedar? –esta vez prosiguió sin dilación: -Lo digo para ponernos en contacto con usted por el papeleo.
- ¡Ah! Pues unos días y aquí mismo, en la posada.
- Gracias, que pase una buena estancia –y le hizo el saludo reglamentario, el otro agente ni bajó del coche, seguía impertérrito al volante.
- Gracias a ustedes. Adiós.
Contuvo unas ganas irrefrenables de volverse para ver si el policía la miraba al marcharse, pero su dignidad, o la poca que le quedaba, se lo impidió.
- ¿Que le ha pasado alguna cosa, señora? –preguntó asustada la posadera.
- No, no se preocupe. Es que el coche que he alquilado me ha dejado tirada y he tenido que llamar a la policía.
- Cuánto lo siento. Pase, pase que estará helada. Siéntese, le traigo la comida ahora mismo. Tendrá hambre.
- La verdad es que sí. Gracias, muy amable –le agradeció Águeda mientras se sentaba en su mesa del comedor.
Lo primero que hizo fue beberse un vaso de agua, se le pegaba la lengua al paladar. No sabía si era por el susto o por el mal rato que le había hecho pasar el “mocoso” ese. Ella no había llegado hasta allí para ligarse a un muchacho por guapo que fuera; tenía mucho que pensar y que solucionar, no debía distraerse en películas imposibles. Pero no pudo reprimirse: ingirió con fruición todo lo que le sirvieron sin dejar de pensar en el joven, en sus ojos, sus manos, su trasero… Concluyó que un poco de imaginación no le iba a perjudicar, pues era eso lo único que había y rebañó el plato de la crema catalana que esta vez sí se acabó. Luego subió a su habitación y se aseó un poco, se puso cómoda y se tumbó sobre la cama para descansar un rato. Se quedó dormida. Cuando se despertó, eran las seis, ya había oscurecido. Se vistió y bajó dispuesta a dar un paseo por el pueblo para despejarse hasta la hora de la cena. Quería comprar algunas cosas para sus hijos, como les había prometido. No había visto ninguna tienda donde poder comprar regalos o cualquier otra chuchería para niños. Se encontró delante del bar y pensó que la Núria le podría informar. Allí estaba, con un jersey exactamente igual que el día anterior pero en azul.
- ¿Qué tal? ¿Cómo te va por mi pueblo? –le preguntó Núria nada más verla entrar.
- Bueno, ha habido de todo: desde paisajes maravillosos, hasta rescate llevado a cabo por el cuerpo de policía catalán.
- No fotis. ¿Qué ha pasado?
Y Águeda le relató lo sucedido.
- Mañana iré a hablar con el del taller, a ver si he de hacer algo, los mossos me han dicho que ya me llamarían. Hoy querría comprarles algo a mis hijos. ¿Conoces alguna tienda donde pueda ir?
- Está usted en lo cierto –una conocida voz sonó a su derecha-. Mañana debe ir al taller a solucionar lo del seguro.
- Hola, Gerard. ¿Este es el cuerpo que te rescató? -preguntó Núria con cierto retintín.
Águeda se encontró sentada al lado del mosso atractivo vestido de calle que unas horas antes había imaginado desnudo.
- ¡Ah! Gracias por avisarme. ¿Ha habido algún problema? – a Águeda le pareció todavía más guapo que de uniforme.
- No, papeleo, rutina. Todo en orden, Águeda.
Por fin la tuteaba, tal vez el hecho de ir de uniforme le prohibía hacerlo.
- ¿Sabes cómo me llamo? Claro, que tonta soy, te lo he dicho esta mañana al coger los datos
- Me llamo Gerard.
Se dieron dos besos a modo de presentación, estas trivialidades no debía poder hacerlas uniformado. Olía a elixir de menta, aroma de lavanda, a una fragancia sencilla y fresca.
Y sin saber cómo y sin importarle demasiado ese cómo, aceptó que Gerard la llevara a una tienda donde comprar los regalos. En busca del establecimiento, Águeda observó si la miraban. No podía evitar preocuparse por qué pensarían los habitantes de ese pueblo cuando la vieran con el mosso tan joven y guapo que todos conocían; seguro que no era la primera vez que el chico tan guapo se ganaba a una mujer madura. Además, la forma en la que le había tratado Núria no dejaba lugar a dudas: era un gigoló, un caza-mujeres-desesperadas-abandonadas-divorciadas que se las beneficiaba aprovechando el momento delicado por el que estaba atravesando su vida. Lo miró: se le veía despreocupado, alegre, seguro de sí mismo, pavoneándose delante de todos. Tampoco había que exagerar, le estaba guiando y nada más, en cuanto llegaran a la tienda, su función habría terminado.





III
Consigue arrancar el jeep y sale rauda de aquel espacio. Tiene prisa, mucha prisa, no puede parar; no recuerda qué era lo que debía hacer pero es muy urgente. Pierde el control del jeep que marcha autónomo por otro camino que no había planeado visitar. Colisiona de cara contra algo contundente provocando un buen estruendo. Sin saber con qué ha chocado, baja aturdida del vehículo. Siente frío, se da cuenta de que sus desguarecidos pies pisan la nieve. No lleva ropa, está completamente desnuda. Se tapa con los brazos y se frota para intentar entrar en calor. Pero no son sus brazos, sus brazos no tienen vello. Mira a su alrededor, no ve a nadie; paulatinamente su temperatura va subiendo y renuncia a buscar al dueño de los brazos pues se va sintiendo cada vez mejor, más cómoda, más satisfecha. Y se deja frotar, acariciar, abrazar, besar, tocar, humedecer, penetrar…
Se despertó cubierta de un placentero sudor con fragancia a menta y un punto agrio de transpiración masculina. Jadeaba de gusto, no había sentido miedo, ni rechazo, únicamente un poco de vergüenza y mucho goce. No había visto a su amante invisible, pero sabía quién era. El sueño rememoraba lo vivido el día anterior, el suceso del coche y su rescate; tardó en reconocer que también había supuesto un descubrimiento sexual, una apertura a un mundo que tenía olvidado desde hacía bastante. Su último sueño erótico lo tuvo antes de dar a luz a Sergio, hacía cuatro años; no recordaba desde cuando no le apetecía hacer el amor con su marido. Podía reconocer que algún hombre hubiera suscitado en ella algo más que una evocación agradable, pero todo acababa allí, era una mujer fiel. En su exigua experiencia, Paco había sido el mejor amante, aunque con el tiempo se había ido despreocupando de proporcionarle placer, lo que había terminado por agotar los deseos sexuales de Águeda. Pero aquel joven policía le había avivado ese tipo de inquietudes, de necesidades, aún temblaba de placer si la tocaban, si la besaban. Había sido un sueño; la vida real no era así. En el hipotético supuesto que Gerard estuviera interesado en tener relaciones con ella, no sería capaz de hacerlo, le daría mucho apuro que un hombre tan joven la viera desnuda con todos sus años, complejos, arrugas y estrías al descubierto. Esta vez, sí que estaba soñando despierta, únicamente había quedado con él para ir al taller del tal Joanet y terminar de solucionar el papeleo y los datos necesarios para el seguro; se podía decir que era una cita profesional, eso era todo, eso iba a ser todo.
Estaba hambrienta, devoró todo lo que Mercè le sirvió para desayunar, iba a hacer poco régimen comiendo de esa manera. Las diez y media, hoy no había madrugado, quería tomarse las cosas con más calma tras el cúmulo de acontecimientos. La noche anterior, no cenó, se acostó temprano y tardó mucho en dormirse, estuvo dando vueltas en la cama meditando sobre lo sucedido. Había quedado a las doce en el taller con Gerard, tenía tiempo para ducharse y arreglarse. Apagó el cigarro, se le había consumido en el cenicero sin haberle dado más de dos caladas, estaba absorta esclareciendo qué se iba a poner. Se terminó el café; no era una adolescente y no iba a quedar en evidencia delante del cuerpo de policía catalán, tenía que serenarse y actuar como correspondía a su edad y a su estatus. La foto que llevaba en la cartera de sus hijos y su marido pasó por delante de sus ojos; lo que le sorprendió es que no se hubiera acordado de ellos, que no hubiera pensado que estar casada era un motivo más que suficiente para no tener que plantearse nada en cuanto a relaciones sexuales extramatrimoniales. Su marido no opinaba lo mismo. Se obligó a no darle más vueltas al tema, las cosas se irían resolviendo conforme se fueran presentando, sólo iba a conseguir alterarse más.
“Joguines i llaminadures”, así se llamaba la tienda donde había comprado los regalos a sus hijos. Gerard le dijo que la gente se llevaba como souvenir los embutidos y quesos del pueblo, pero para niños sólo había esa tienda. A Sergio, el pequeño, le cogió una de esas esferas transparentes que cuando se les mueve parece que nieva, le gustaban mucho, se pasaba ratos agitándolas; a Ignacio, una pelota de fútbol, la vieja estaba destrozada; y a Álvaro, un mapa del valle, hacía colección de mapas de todas las partes del mundo de carreteras, geopolíticos, físicos, atlas; de él era el mapa con el que Águeda decidió a dónde escapar. Estuvo a punto de contárselo a Gerard, pero no quiso entrar en detalles íntimos, no tenía porqué hacerlo. Sin embargo, él sí dio ciertos datos: que siempre había querido ser policía, que había elegido ese destino porque le encantaba la montaña y esquiar, que había dejado una relación en Barcelona justo por haberse ido tan lejos… Águeda se sintió un poco perpleja ante tales confesiones y cambió bruscamente la conversación hacia un tema mucho más trivial. Gerard sonrió y le siguió la corriente. Después de comprar los regalos, él la invitó a cenar. Águeda tardó unos segundos en reaccionar, pero sus sentidos de la decencia y la fidelidad seguían intactos todavía, y rechazó amablemente su proposición. Eso sí, tras quedar para el día siguiente en el taller de Joanet, la acompañó hasta la misma puerta de la posada.
- Bona nit, Águeda. Espero que descanses y que no sueñes con ningún accidente.
Antes de que Águeda pudiera devolverle la despedida, Gerard le besó en las mejillas. Sólo fue un ínfimo roce, pero pudo sentir sus labios pasando sobre los suyos. El vello de la nuca se le erizó y sintió arder su rostro. Por un instante se le pasó por la mente besarle en la boca e invitarle a subir, pero no se atrevió.
- Buenas noches, Gerard, espero dormir bien, gracias.
Esta vez sabía que le estaba mirando mientras entraba en la posada, no osó volverse para comprobarlo: su cuerpo sufría los efectos de haber ingerido un cubata y no se encontraba ágil para realizar ciertos movimientos. Cuando alcanzó la escalera, segura de que ya no podía verla, se agarró a la barandilla y subió lentamente hacia su cuarto, le temblaban las rodillas.
Recordar la tarde anterior la había alterado, no llegaba al taller en las mejores condiciones para enfrentarse al policía. Gerard ya había llegado y estaba hablando animadamente con Joanet.
- Bon dia, ¿has descansado? –Gerard se le acercó. Por un instante creyó que iba a volver a propinarle otros dos besos como saludo matutino, pero, tal vez, la presencia de Joanet le retuvo, lo que Águeda agradeció.
- Sí, gracias, he dormido de un tirón – dijo retirándose instintivamente.
El hombre bajito y regordete, con cabello que sería blanco si lo dejara asomar el peluquero, y con cerradísimo acento catalán, comenzó una parrafada que Águeda no entendió. Gerard le avisó que la señora no entendía catalán y el tal Joanet cambió de registro no sin esfuerzo.
- En Gerard ja m’ha explicat el que va passar. Lo siento mucho, señora. Ese coche es un poco especial, pero no tenía otro… Por supuesto, le descontaré el día perdido. Ahora me han devuelto un “Panda”, éste va mucho mejor.
- Eso espero, no tengo ganas de volver a ser rescatada.
- Como si la hubiéramos rescatado mal –exclamó Gerard.
Águeda sonrió, le hubiera apetecido decirle que su honor no podía soportar otro salvamento, pero expresarlo en voz alta hubiera sido igual de humillante.
En el momento en que Joanet fue a buscar las llaves del Panda, Gerard le dijo en un aparte:
- Si quieres, no tienes porqué alquilar el coche: tengo dos días de libranza, un coche bastante mejor del que puedas alquilar aquí y conozco el valle perfectamente. Soy un gran guía, déjame demostrártelo.
No podía decir que no con esos ojos azules mirándole tan fijamente, pero tampoco podía decir que sí, estaba paralizada, lo que todavía hizo agravar más su retraimiento.
- Joanet, escolta, no cal que portis les claus, la senyora ha decidit que ja no vol cap cotxe. Torna-li els diners i t’encarregues de portar els papers al segur, ja t’apanyaràs amb la paperassa. D’acord?
- D’acord, d’acord – y Joanet, se volvió a colgar las llaves en el tablero de su oficina y, de mala gana, le devolvió el dinero a Águeda.
Así pues, Gerard y Águeda salieron del taller con todo el día por delante. Gerard le abrió la puerta de su Volkswagen Touareg color azul marino con acabados en cromado. Ella se sentó y se abrochó el cinturón de seguridad sin mediar palabra.
- ¿Dónde te apetece ir?
Águeda miraba hacia delante.
- Si quieres, podemos ir a las pistas de esquí, hoy no habrá mucha gente, podemos alquilar un trineo, es muy divertido, o si no…
- No sé qué es lo que buscas, Gerard, pero creo que no lo vas a encontrar en mí –pronunció de repente Águeda.
- No busco nada, sólo sé que estás aquí pasando unos días y yo puedo enseñarte el valle. Pasar un tiempo en compañía de gente diferente, no creo que sea malo. Quiero pasarlo bien y distraerme, como tú.
Águeda le miró a los ojos, intentó ver en ellos sus verdaderas intenciones pero no vio nada más que el mismo azul intenso y una sonrisa que parecía sincera.
- Dejemos que pase el día, a ver qué nos depara, no seas miedosa, en todo caso no haremos nada que no queramos los dos. ¿Vale?
Se agarró al cinturón de seguridad y respiró hondo, como si la atracción de la montaña rusa estuviera a punto de comenzar. Al soltar el aire dijo:
- Vamos a la estación de esquí.
No paró de hablar en todo el camino. Le contó sus últimos rescates, Águeda no había sido la única, su vida tranquila en el pueblo, sus aficiones, todas ellas muy saludables y deportistas, que estaba estudiando para ascender a caporal. Ella escuchaba, nada más, miraba el paisaje y de vez en cuando, observaba a su chófer. Desde luego era encantador, y lo peor de todo era que lo sabía y sacaba partido de sus armas. Era comprensible que tanto encanto no pudiera ser soportado por una novia formal, a no ser que fuera muy liberal.
- ¿Tienes novia, Gerard? –preguntó inquisitivamente.
- Ya te dije ayer que no, que tenía una en Barcelona pero al venir a la montaña dejamos la relación.
- Y aquí, en el pueblo, ¿no tienes alguna chica más o menos fija?
- Si te refieres a escarceos, tengo todos los que puedo. ¿Te importa mucho?
- No, es curiosidad, estoy especulando sobre ti. Supongo que si tuvieras novia no le gustaría que anduvieras ejerciendo de guía con la primera mujer que te encontraras, pero que si no tienes es porque no quieres. Ya sabes que eres un hombre muy atractivo.
- Vaya, gracias –dijo Gerard sorprendido de volver a oír su voz-. Pensaba que se te había olvidado hablar. Y ¿qué más cavilas sobre mí?
- De momento, nada más.
Mentía, él tampoco se lo creyó. Ella pensaba en cuantas mujeres habían sido víctimas de su galanura, si únicamente buscaba a las que estuvieran de paso, si es que evitaba relaciones duraderas o, simplemente, sólo quería aventuras de fin de semana como mucho. Creía que era un rollo más, lo que no entendía era qué había visto en ella, debía ser 12 años mayor que él y no se consideraba una belleza, tampoco tenía dinero. El hecho de estar desorientada, en un momento crítico, la convertía en una mujer vulnerable y de fácil acceso. Se avergonzó de sí misma.
- Sabes que estoy casada, ¿no?
- Claro, me lo dijiste ayer, y con tres niños. ¿Puedes olvidarte de tu familia y pasar un bonito día con un tío agradable que quiere pasarlo a tu lado?
- Lo intentaré.
- Vale.
No se dijeron nada más hasta que llegaron a las pistas. Una vez aparcaron, fueron a alquilar un trineo. Gerard le propuso esquiar, podían alquilar la ropa, calzado, esquíes, pero Águeda no sabía y, aunque Gerard fuera también un gran monitor, prefería dejar las clases para otra ocasión. El trineo iba a traerle recuerdos de su infancia, de cuando iba con sus padres y hermanos al pueblo de la abuela Benita en Navidades. Lo recordaba cubierto de nieve y era eso lo que más les gustaba, porque cogían un saco del almacén y se deslizaban calle abajo sobre el deleble transporte que siempre acababa dándose contra el mojón donde se ataban, antaño, los burros.
- Déjame ponerme delante –dijo Aguedita-, hace mucho que no subo en un trineo, y en uno tan moderno, nunca.
Transformada en una niña, se colocó delante y Gerard, asombrado por el éxito del trineo, detrás. Se lanzaron por la ladera más larga y menos concurrida que encontraron. Gerard, nada más comenzar el descenso, vio que Águeda no dirigía el trineo y pasó los brazos hacia delante para controlar la palanca. La impresión de caída y el calor de los brazos que la apretaban, la transportó a los brazos que la habían amado en su sueño y se dejó embargar por la sensación. Estaba excitadísima, como una niña tras tomar muchos dulces, hasta sus ojos habían rejuvenecido y no paraba de tirarse una y otra vez con el trineo, ni de reír sin ton ni son.
- Estoy agotado, Águeda, necesito un descanso. Además son la una y media, deberíamos ir a comer para reponer fuerzas.
- Bueno, vale. Ahora que lo dices, yo también tengo hambre. ¿Dónde podemos comer?
- Déjame llevarte a un sitio que sé que te gusta.
Águeda sonrió, cogió el trineo y lo arrastró hacia la tienda tan rápido como pudo.
- Tienes razón, sí que me gusta, me gusta mucho.
- Pues ya verás que se come aún mejor.
Gerard la había llevado al hotel donde Águeda había parado el día anterior, antes de que le dejara tirada el coche. Tuvieron suerte y pudieron sentarse en una mesa que daba al ventanal, desde donde la vista era estupenda. El camarero imberbe del día anterior les llevó la carta.
- Tú que eres el entendido, aconséjame qué puedo tomar.
Sin necesidad de pensarlo mucho, Gerard le señaló un par de platos con una pinta excelente.
- De primero ensalada con foie y queso de cabra y de segundo la lubina al horno. De postre, hay un apetitoso surtido de tartas.
- Vaya, veo que no es la primera vez que recomiendas la carta.
Gerard la miró reprobando su insistencia sobre el mismo tema.
- Tienes razón. Vale, te haré caso: la ensalada y la lubina. Para beber elige un tinto, el que tú quieras.
La comida resultó muy animada. Por fin Águeda había conseguido olvidarse de todo y disfrutar de la compañía, las vistas, la comida y el vino. Eran las cuatro y estaban saboreando el café y sendos cigarrillos.
- ¿Has visto qué hora es?
- Hace un rato que están esperando que nos levantemos –apuntó Gerard.
- Ni siquiera me había dado cuenta. Deberíamos irnos. Voy a pedir la cuenta.
- Tranquila, la pido yo. ¿Quieres otro “Cointreau”?
- No, ya he bebido bastante por hoy y por toda la semana. Déjame pagar, por haber sido mi guía.
- Ni hablar, sólo te faltaría eso para saber qué ibas a pensar de mí. Pago yo – cogió su cartera y dejo la Visa sobre la bandejita de plata que el camarero había posado en la mesa.
- A medias –insistió Águeda.
- No.
Firmó el recibo y se levantaron. Águeda se encontraba levitando en un palacio modernista con un príncipe que le conducía entre todas aquellas mesas vacías que se le cruzaban en el camino. Al llegar al hall del hotel, Gerard paró y se dio media vuelta. Cogió a Águeda de la cintura y la besó en la boca. Le sorprendió pero no podía decir que no lo deseara, no podía ni quería poner ningún impedimento. Degustó su lengua y sus labios que sabían agridulces, acarició su nuca y enredó los dedos entre su cabello rizado y dócil. Iba a perderse.
- ¿Quieres que subamos a una habitación? Si no quieres no lo volveré a repetir más –susurró en el oído de Águeda.
- Sí, quiero.
Tras coger la llave se dirigieron a la escalinata. Él se puso detrás de Águeda y le musitó:
- Sin prisas, despacio.
Cogió su mano y la puso sobre la balaustrada para dirigirla como lo había hecho en el trineo, solo que con la otra mano le iba acariciando las nalgas. Una vez en el primer piso, fue Gerard quien volvió a indicar el camino a seguir hasta la habitación 105 pues Águeda no quería utilizar su cerebro para nada más que para sentir el momento en toda su intensidad.
Abrazándola por detrás, abrió la puerta y entraron en la habitación que se encontraba en penumbra. Apartó el pelo de la nuca y comenzó a besarla suavemente, como había dicho. Levantó su jersey de angora y acarició el vientre, el ombligo y fue ascendiendo hasta sostener sus pechos con las manos, apretándolos, intentando abarcarlos. Soltó el sujetador y repitió la operación pellizcando los pezones. Alzó los brazos de Águeda, le sacó el jersey por la cabeza, desabrochó el pantalón, lo dejó caer al suelo y prosiguió su expedición hacía las bragas. Con una mano acariciaba su sexo y con la otra moldeaba las nalgas. Águeda se dejaba hacer, sólo respiraba ruidosamente, con dificultad y pronunciaba imperceptibles sonidos. Cuando a Gerard le pareció oportuno, la giró, la besó apasionadamente en la boca cayendo los dos sobre la cama. Y empezó un baile a ratos brusco, a momentos lento y cadencioso de un cuerpo sobre otro, realizando una improvisada coreografía con fondo de jadeos y alguna exclamación. Gerard la penetró dócilmente tras haber lamido su clítoris hasta el orgasmo; cuando los jadeos de Águeda fueron más acompasados, comenzó a moverse más rápida y violentamente, lo que la trasladó de nuevo a otro orgasmo mucho más estentóreo. Luego, Gerard se derramó dentro de ella mientras la besaba con fuerza, casi haciéndole daño, en la boca. Quedaron unos instantes uno sobre otro, mezclando los sudores en sus vientres, inhalando avariciosamente, recuperando las fuerzas invertidas en busca del placer. Él se dio la vuelta y cayó al lado de Águeda, acariciaba sus pechos con una mano mientras ella, perdida en su propio goce, hacía todo lo imposible por no tener que hacer nada más que respirar.
Se levantó, se puso las bragas y el jersey, encendió dos cigarrillos, acomodó la almohada, se sentó en la cama y le dio uno a Gerard.
- Gracias, normalmente no fumo, me estás viciando.
- ¿Cuándo supiste que iba a caer? –preguntó inquisitivamente Águeda.
Tras darle una larga calada al cigarrillo y taparse con el edredón, Gerard contestó:
- Cuando te llevábamos de vuelta al pueblo tras haber ido a rescatarte.
Jugueteó con el humo y después de un carraspeo, volvió a preguntar:
- ¿Tan claro lo viste? ¿Tanto se me notaba?
- ¿Qué quieres que se te note? Eres una mujer que viene sola a pasar unos días a un pueblo perdido de la mano de Dios. Está claro que escapas de algo, no sé de qué, aunque puedo imaginármelo. Yo también podría preguntarte ¿cómo sabías que iba a caer?
Águeda, sorprendida, no sabía qué responder a semejante pregunta.
- ¿Qué dices? ¿Cómo que cómo lo sabía? Yo no venía a esto, yo no buscaba nada –no acertaba a articular la frase ordenadamente-. Es cierto que escapo, pero no tenía nada planificado y por muy guapo que me parecieras yo no pensé que tú te fijaras en mí, vaya, quiero decir…
- Tú sí te fijaste en mí y te gusté desde el primer momento, sólo que si yo no me hubiera decidido, tú nunca lo hubieras iniciado. Los dos buscábamos esto, no le des más vueltas.
Dicho de este modo parecía bastante coherente e incluso daba la sensación de que era natural que hubiera sido así. Sí, o no, no lo tenía claro, había aún algo que le corroía el estómago y le impedía disfrutar de este intenso episodio.
- Pero ¿tan desesperada se me ve? ¿Tanta necesidad aparento?-no pudo dejar de ruborizarse mientras lo preguntaba.
Gerard se acercó a ella, le separó el pelo de la cara y le besó suavemente.
- Y yo ¿tengo pintas de necesitado?
- No, -contestó rápida-. Tú tienes pintas de…
- De gigoló ¿no es eso lo que ibas a decir?
- Sí –dijo cerrando los ojos.
- Ni yo soy un gigoló ni tú una desesperada-necesitada de un gigoló. Somos dos adultos que libremente hemos elegido acostarnos juntos porque nos gustamos. Eres una mujer hermosa, y eso fue lo que me atrajo de ti. ¿Qué te parece si lo contemplamos así?
Águeda sonrió, además de guapo y buen amante, era considerado y amable. Asintió con la cabeza y se acurrucó en su pecho. Hubiera deseado que el tiempo se parara en ese momento, que no hubiera un antes ni un después, sólo un eterno presente.
- Estoy casada con Paco desde hace 14 años; tengo 3 niños y mi marido me ha engañado durante todo mi matrimonio; estos dos últimos años, incluso, ha tenido una amante mantenida por él. Y hasta hace muy pocos días, no tenía ni idea, seguía pensando que era un buen marido, muy ocupado, sin tiempo para sus hijos ni para su mujer. Me estoy planteando el divorcio, él no lo quiere, dice que va a cambiar. Ya no lo creo, no puedo creerlo. Ahora lo odio por haberme engañado, menospreciado, humillado delante de nuestros amigos, por haberme tomado por ese refugio que siempre estaría a su disposición cuando todos los demás, mucho más apasionantes y divertidos, se acabaran o le dejaran, como ha sido el caso -lo dijo sin moverse y de un tirón, como si lo tuviera estudiado y esperara el momento idóneo para recitarlo-. Como bien has dicho, estoy escapando de mi realidad, estoy poniendo tierra y un poco de tiempo por medio para intentar tomar la mejor decisión sin que los sentimientos se interpongan, por una vez en mi vida quiero ser práctica, pensar en mí. Sólo me preocupan los niños, su reacción, cómo se tomarán la separación de sus padres. Esta es la única baza que le queda a mi marido, con la que va a jugar.
Gerard le acariciaba el pelo mientras ella contaba su historia, la escuchaba en silencio, era lo que ella necesitaba. Tardó unos minutos en contestarle en voz muy baja pero clara:
- Piensa en ti, Águeda, piensa en ti.
Águeda cerró los ojos y le pareció quedarse traspuesta en un nido de paz y silencio. El estridente sonido de su móvil la sobresaltó, le hizo incorporarse rápidamente y mirar el número de quien la llamaba, no sin cierto temor, como una niña que acaba de hacer una travesura y su madre la requiere en la cocina. Hizo un gesto a su joven amante y se fue al baño.
- ¡Hola, Sonia! ¿Cómo te va?… Bien, a mí muy bien, he de decir, y eso que ayer la cosa pintaba mal… No vas a adivinar dónde y con quién estoy… Hombre, no es Russell Crowe en París, pero es lo más parecido que he podido encontrar… Escucha, estoy con un mosso d’esquadra, un policía catalán, muchísimo más joven que yo, en una habitación de un hotel modernista rodeado de nieve… Sí…Que sí. Es guapísimo, considerado, galante y buen amante, hasta rima… Pues créetelo porque es verdad, casi no me lo creo ni yo pero así es. Ahora te estoy hablando desde el cuarto de baño y el está tendido en la cama desnudo… Sí, acabamos de hacerlo… Sí, sí, ya te daré detalles. Escucha un momento, necesito que me hagas un favor. Supongo que esta noche me llamará Paco. No quiero contestarle, así que apagaré el móvil. Llámales a casa para ver si los niños están bien y luego me envías un mensaje, ¿vale? Ya lo leeré más tarde. No tengo ganas de escuchar su voz… Sí, ya le haré fotos… Con pelos y señales, de acuerdo… Un beso, adiós, adiós.
Cerró el teléfono y lo dejó sobre el lavabo. Orgullosa, sí podía decirlo así, se sentía orgullosa de poder contar una libidinosa historia a su amiga, mucho más escabrosa de lo que nunca hubiera imaginado. Mientras orinaba repasó el día, todavía se sentía emocionada, pero podía afirmar sin duda alguna que había sido uno de los mejores de su vida y aún no había acabado. No sentía ni un ápice de remordimientos, por el contrario se encontraba exultante, joven. Se miró al espejo, lo que la desanimó: el rimel se le había corrido, no quedaba rastro del pintalabios y su melena estaba completamente descolocada. Se lavó la cara y las manos e intentó peinarse, adecentarse un poco. Volvió a mirarse y vio un brillo en sus ojos, ahora limpios, que sólo había observado en algunas fotos de hacía 15 años, sí, decididamente estaba más joven. Salió del baño y se encontró a Gerard que estaba vistiéndose.
- ¿Dónde vas? –le dijo Águeda quitándole la camisa de las manos.
- He pensado que podíamos ir a pasear, o a tomar algo al pueblo, son casi las siete…
- ¿Es que tienes prisa o es que te quieres escapar? –Águeda seguía arrebatándole la ropa de las manos.
Y volvió a comenzar otro baile, pero esta vez iba a ser ella la que dictara el paso, pues le bajó el pantalón y los calzoncillos y se dispuso a dirigir el trineo al agarrar decididamente el timón con una mirada lasciva.





IV
Un musculoso brazo apretaba su cintura contra una cadera varonil. Su culo se acoplaba perfectamente a la curva del cálido cuerpo que la retenía en la cama de una acogedora habitación. Sentía en el cuello su respiración de olor a menta y una brizna agria de verde limón; le tocó las manos, el poco vello que tenían les proporcionaba un tacto aterciopelado. Frotó los pies ávidamente contra los del otro cuerpo, como quien quiere sacar chispas friccionando dos piedras de sílex. Un ruido seco y repetitivo la incomodaba, no quería moverse de donde estaba, no quería salir de la cama, no tenía nada que hacer más que conservar el calor resguardada entre sábanas de franela celeste.
- Águeda, Águeda, despierta, te están llamando.
Abrió los ojos con dificultad, todavía estaba profundamente dormida. De forma borrosa, dilucidó a Gerard vistiéndose torpemente en la semioscuridad de la habitación de la posada. No había sido un sueño, esta vez no, esta vez la realidad había superado la ficción y con creces. Sonrió, mantuvo en su cara la sonrisa de satisfacción hasta que Gerard volvió a llamarla.
- Águeda, si us plau, que están llamando a la puerta.
Más penosamente que Gerard, acertó a ponerse el albornoz y a abrir la puerta.
- Es troba bé? Perdone que la moleste, pero es que su marido ha llamado varias veces desde ayer y como no la vi llegar a noche no pude decírselo antes. Això, ¿va a bajar a desayunar? Es que son casi las diez.
- Gracias, gracias; sí, sí en unos minutos. Gracias –contestó nerviosa.
Parecía haberle desaparecido el letargo porque en menos de dos segundos había encontrado el móvil y marcado el número de su marido.
- ¿Qué pasa?… Sí, ya sé que llamaste ayer. Es que se me acabó la batería y no me acordé de cargarlo. Pero ¿pasa algo?… Pues ya lo sabes, hoy a las tantas, llegaré a Madrid. ¿Para esto me llamas?… Me has asustado, joder… Bueno, ¿qué tal los niños?… Ya lo sé, están bien ¿no?… Vale, vale. Mira ahora no quiero hablar, ya nos vemos esta noche. Adiós… Adiós, Paco –y colgó cabreada.
- ¿Pasa algo?
- Nada, ganas de saber qué hago –y, sin poderlo reprimir, lanzó una estrepitosa carcajada al techo cayendo de espaldas sobre la cama.
- ¿De qué te ríes ahora? –preguntó pasmado Gerard.
- Si lo supiera, le daba un mal.
- ¿Quieres decir que no se lo imagina? Tanta insistencia en localizarte…
- No, no creo que se lo imagine. Estará harto de cuidar de los niños y tendrá prisa porque yo regrese para hacerme cargo de ellos. De todas formas, me da igual si se lo imagina, me lleva mucha ventaja, así que hasta que le empate, aún me quedan unas cuantas más.
- La Mercè te está esperando para desayunar, creo que no me ha visto –le comentó Gerard.
- Si lo dices por mí me da lo mismo. Respecto a ti, tú sabrás si te conviene que te vean más conmigo.
Como la tarde anterior, Gerard la abrazó por detrás y le habló bajito al oído.
- Sabes que estoy muy bien contigo y que no tengo porqué esconderme de nadie. Si quieres, desayunamos juntos.
Águeda se volvió y le besó el labio inferior. Sentía mucha dulzura por él, lo deseaba, también, pero ese tiempo ya pasó.
- No quiero producirte ningún problema, si quieres tomar un buen desayuno te invito aquí o en otra parte.
Bajaron a desayunar tarde, pero Mercè les sirvió el desayuno amablemente y sin ofrecer muestras de estar demasiado sorprendida o intrigada por la presencia de Gerard. Los dos se tomaron todo lo que Mercè había cocinado a pesar de haber cenado copiosamente.
La tarde anterior, tras liquidar la cuenta del hotel, que insistió en pagar ella, llegaron al pueblo sobre las diez y decidieron ir a cenar al bar de la Núria, “El mussol”.
- ¿Le has enseñado todo el valle? –le preguntó a Gerard.
- Todo, todo, no nos ha dado tiempo, ¿oi, Águeda?
Águeda quedó un poco sorprendida de su complicidad.
- Hemos ido a las pistas de esquí, son estupendas, aunque yo no sé esquiar, pero nos lo hemos pasado muy bien de todas formas –un pequeño rubor tintó sus mejillas.
- Me lo imagino –dijo Núria dirigiéndose hacia la cocina para preparar el pedido.
- Parece que te conoce bien –apuntó Águeda-. Supongo que en un pueblo pequeño todos se conocen y saben sobre las costumbres de cada uno.
Gerard no contestó, prefirió beber un largo trago de su jarra de cerveza.
Después de una tabla de patés y quesos de la comarca pidieron unas torrades amb escalivada i anxoves. Gerard pidió otra jarra de cerveza que, solícitamente, le sirvió Núria. Al ir a dejarla sobre la mesa, la camarera hizo un gesto un tanto artificial y derramó toda la jarra sobre los pantalones del mosso.
- ¡Oh! ¡Que ruca que sóc! Ho sento molt, noi, ara ho netejo –exclamó Núria muy poco apesadumbrada.
Un hombre que aparentaba más edad de la que debía tener, se acercó a la mesa secándose las manos en el delantal.
- No sé en què pensa aquesta muller meva, porta tot lo dia completament distreta. Dones… Ara te’n fico una altra, ho sento pels pantalons.
Mientras observaba al avejentado cocinero hablar con su mujer y cómo reaccionaba ésta, Águeda lo entendió todo.
-¿Te acuestas con Núria? – y tras unos segundos añadió: -O sea, te acuestas con ella y no tienes ningún reparo en venir a enseñarle tu presa trayéndome a cenar a su local.
- Pero ¿qué dices? Te estás imaginando cosas raras –replicó Gerard sin atreverse a mirarle a los ojos.
- Lo mínimo que esperaba de ti era un poco de sinceridad y consideración –dijo enfadada Águeda-.
- ¿Eso es lo que has venido a buscar aquí? Eso ¿o un buen polvo, reina?
Se le revolvieron las tripas, hubiera vomitado allí mismo toda la cena. Se levantó y salió del establecimiento. Estaba nevando, pero no hacía frío o tal vez fuera su acaloramiento. Recapacitó: no tenía porqué estar tan enfadada, ella no era nadie en aquel pueblo, se iría al día siguiente y no volvería a verlos más; no había sido culpable, no era consciente de las relaciones de los moradores de aquel pueblo, no tenía una relación con el mosso… Iba a cruzar la calle en dirección a la posada cuando le agarraron del brazo derecho.
- Águeda, espera un momento, por favor. Perdóname, he sido cruel e injusto. Las cosas están claras entre nosotros, es que estoy enfadado. Lo siento, no te vayas así.
Realmente indignada, se dirigió a Gerard.
- Y ¿la pobre Núria? Debe estar hecha polvo y, encima, me has convertido en tan culpable como tú.
- ¿Quieres dejar de hablar de la culpa? Maldita sea, todas tenéis sentimientos de culpa y ¿para qué os sirven? Para impediros vivir, sólo para eso, para nada más. Ella está casada con Lluís desde hace años, ya no le quiere, ya no hacen el amor y, de vez en cuando, nos acostamos. Ella, llena de sentimiento de culpa, dice que lo dejemos, que seamos sólo amigos. “Vale, como quieras”, le digo; pero espera que yo sufra, que no vaya con otras mujeres, que la contemple hasta que se quede viuda. Yo quiero vivir, disfrutar de la vida. No puedo negar que siento algo por ella pero no voy a esperar. Es ella la que ha de tomar una decisión ahora.
- Y ¿por eso la haces sufrir? Podíamos haber ido a otro sitio.
- ¿Por qué? Hemos quedado en ser amigos, no tengo que esconderme de nada, además me resultaría un tanto difícil esconderme en este pueblo.
Águeda vio en esos ojos azules unas lágrimas reprimidas. Nunca hubiera imaginado que un hombre joven y atractivo, capaz de ligarse a toda falda que se moviera, enamorado de una chica como Núria. Águeda, asimismo, admiraba su claridad de ideas y su energía para tomar decisiones apartando los sentimientos existentes; decidía según sus intereses, aunque le doliera y aunque pudiera hacer daño a otras personas.
- Me gustaría tener las ideas tan claras como tú, debe ser una ayuda a la hora de seguir adelante a pesar de los obstáculos –y cogió su cara entre las manos y le besó en la boca-. ¿Quieres venir a dormir conmigo a la posada? Bueno, ya sabes que Mercè es la madre de…
- Lo sé –la abrazó fuertemente-, necesito dormir abrazado a alguien.
Esta vez era él el niño. Y de la mano se fueron a “El Cau”.
La pasión había dejado paso al cariño, a la necesidad de sentirse cobijado bajo el calor de otro cuerpo; el fuego se había consumido y las brasas eran suficientes para atemperar, para resguardarse del frío que había dejado la nevada.





V
Después de desayunar subió a la habitación a hacer las maletas. En el pasillo se encontró con Mercè y le comunicó que le preparara la cuenta pues se iba esa misma mañana. El autobús salía a las doce y media y no le quedaba mucho tiempo, así que se duchó rápidamente y preparó los bultos sin vigilar cómo plegaba la ropa o cómo metía los voluminosos regalos. Miró la habitación antes de cerrar la puerta tras de sí, qué diferente era todo ahora, sólo habían pasado unas horas pero ya nada era igual. Se podía afirmar que se había dejado el miedo y las dudas en esa cama, la montaña había ejercido su misión protectora.
- Tenga – Águeda le dejaba a la posadera una generosa propina.
- Moltes gràcies, señora, pero no es necesario…-exclamó boquiabierta Mercè.
- Lo sé, pero me he encontrado muy a gusto en su casa, siempre recordaré este lugar. Me ha ayudado mucho venir aquí.
- Me n’alegro molt, senyora, li desitjo que tot li vagi bé.
- Gracias, Mercè, muchas gracias. Que vaya bien.
- Adéu-siau, que tingui bon viatge.
Había quedado con Gerard a las doce y cuarto en la parada del autobús. No podía decir que deseara que no estuviera, pero no le apetecía despedirse de él, prefería evitar el trámite del adiós. No tenían más que decirse, habían sido dos personas que se habían desnudado resguardados bajo su mutuo desconocimiento; dos extraños volcando su cuerpo y su alma en un saco del que ignoran su dueño. La seguridad de que no volverían a encontrarse, de que su tropiezo había supuesto un paréntesis en la vida de cada uno, una siesta a media tarde que recupera fuerzas para seguir lo que queda del camino, era suficiente protección para lanzarse a un abismo de confianza ciega. Estos dos días habían sido todo lo que podían vivir y sentir juntos, ya nada quedaba entre ellos por resolver.
Así que cuando fueron las doce y media, y el autobús encendía sus motores para partir, no le extraño que Gerard no se hubiera presentado.
- Es mejor así –exclamó en voz alta.
Buscó en el bolso su MP3 y se dispuso a oír la música que había encargado a Álvaro que le grabara, a modo de relajante para el duro viaje de regreso. Mientras Lucie Silvas le amenizaba los oídos, Águeda se despedía mentalmente del pueblo, de sus viejas casas y sus habitantes, con unas vidas tan intrincadas, complicadas y duras como las de los urbanitas. Sólo cambiaba un bello paisaje, una montaña magnífica que vigilaba todos los movimientos y que mostraba a los pobladores su poder para controlar sus insignificantes presencias. Ella lo sabía todo de todos, desde tiempos inmemoriales y así seguiría hasta el final, atesorando historias humanas, enredos pasionales que, a sus ojos, serían tan ridículos como los movimientos de una hormiga en un diminuto hormiguero.
El pueblo había quedado atrás, así como los tres días. Tenía que mentalizarse para retomar su vida, que ahora le parecía nueva, o por lo menos, diferente. Diferente no en circunstancias sino en la forma de entenderlas, en esto sí que era distinta. Había recuperado autoestima, confianza y fuerza para enfrentarse a la realidad, a lo que había sin florituras, sin anestesia. Habría que tomar decisiones drásticas y estaba preparada, no iba a dudar, afrontaría las consecuencias serena, dispuesta. Nunca podría decir que lo que sucedió en ese pueblecito fuera sólo sexo o unas mini vacaciones. Jamás pudo suponer que esa visita hubiera sido tan determinante en sus decisiones futuras. Cuando bajó mareada del autobús temió tener delante de ella unos días de intenso aburrimiento.
Unos pitidos le hacen abandonar sus pensamientos para devolverle a su asiento al lado de la ventanilla. Primero no logra localizar de dónde provienen, pero al mirar a través del cristal, ve un Volkswagen Touareg azul marino con acabados en cromado a la altura del autobús que toca el claxon insistentemente. Para verlo mejor se quita los auriculares y pega la cara contra el cristal. Únicamente consigue divisar una mano que le dice adiós y que luego desaparece dentro del coche, el cual adelanta a toda velocidad el bus y se pierde entre la niebla que invade la carretera.
Durante toda su vida, Águeda mantuvo en su mente la imagen del Volkswagen desapareciendo entre la niebla como una ilusión, como un fantasma que una vez la visitó.

© Anabel